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Como si el comercio los camuflara mientras el ruido natural de la cotidianidad en las mañanas los callara, o el espacio público los redujera entre cuatro paredes y solo la soledad de la noche fuera ese oxígeno que les permitiera salir para apropiarse de sus calles oscuras y mostrarse como residentes. Así viven los vecinos del Centro de Barranquilla.

Cuando el reloj marca las 8:30 de la noche, las chazas de los vendedores estacionarios lucen cerradas, los maniquíes, que durante el día se prestan para exhibir prendas de vestir, están asegurados con nylon y nudos de plástico en las mismas rejillas donde los nuevos calcetines para damas y caballeros estuvieron colgados a la vista del comprador y a la bravura del sol.

También se escuchan las esteras metálicas cayendo hasta el suelo de los pocos restaurantes y talleres mecánicos que están siendo cerrados.

Y como si fuera el fin de un desfile de Carnaval en la Vía 40, ahora es la esquina de la carrera 40, a la altura de la calle 37, desde donde se ven bajar los carretilleros con este tipo de vehículos provenientes de varias calles más arriba, en las que se la pasan circulando desde la puesta del astro rey sobre el azul cielo despejado para vender chatarra o transportar alimentos.

Sin importar si es lunes, martes o fin de semana, los propietarios de los establecimientos comerciales nocturnos, como bares, estaderos y residencias empiezan, de a poco, a aumentarle el volumen a la música, cuya lista de reproducción oscila entre el vallenato clásico, pasando por la champeta reciente, la salsa con letra erótica y el reguetón lanzado hace poco.

Pero en la calle 42, entre las carreras 41 y 43, el ambiente es diferente a los descritos anteriormente. No hay vendedores ambulantes, ni estacionarios, ni quioscos cerrados y la música es mínima. Son niños que aprovechan la ausencia de carros y motos en la calle para manejar bicicleta y apostar carreras, cual espacio ancho y exclusivo para la recreación infantil a las 9:00 de la noche.

Son los chicos del vecindario, en el que hay alrededor de tres conjuntos residenciales, y en uno de ellos, el Apolo Centro, viven aproximadamente 100 personas. En la zona de acceso a este conjunto están reunidos dos vecinos que observan la 'recocha' de los muchachos, quienes aumentaron la velocidad de sus ciclas y no volvieron hasta que dejaron de ver las cámaras fotográficas en acción.

De acuerdo con los registros de la Oficina de Participación Ciudadana, solo en el barrio Centro hay 2.798 habitantes.

Uno de esos vecinos es William Gamero, quien desde hace una década vive en el sector y tomó como costumbre casi que 'sagrada' salir a la terraza del conjunto para esperar al vendedor de peto caliente, el cual circula por el frente a las 9:30 de la noche. Mientras tanto, habla con cualquier otro habitante del edifico que esté dispuesto a la conversación sobre la tendencia del día.

'A quien le guste la tranquilidad, vive amañado en el Centro después de las 6:30 de la tarde, cuando el sector empieza a estar solo. En los pasillos del edificio parece que no hubiera , pero es que todos están encerrados, en sus cosas', dice el hombre de 48 años de edad.

Agrega que su vida en el Centro ha sido más fácil al tener cerca a los negocios de todo tipo. 'Es un lugar céntrico, tienes ahí mismo las sucursales bancarias, tiendas, almacenes, supermercados, centros comerciales y por la seguridad no nos preocupamos porque hasta la URI la tenemos cerca', sostiene.

En ese instante interrumpe sus declaraciones porque al fondo escucha el grito rítmico del vendedor que estaba esperando desde hace media hora: '¡Peto… Peto!', cuyo producto está conservado en una olla grande de aluminio y que al destaparla sobre el triciclo expulsa el vapor que lleva su olor hasta el tercero de los cuatro pisos de Apolo Centro.

Es tan eficiente el grito del hombre que lleva el peto, que José Cervantes, quien vive desde hace un año en la segunda planta, también baja apresurado para evitar quedarse sin el aperitivo, el cual le sirve en una olla pequeña para compartirlo con su esposa e hija.

'Vivir aquí es ahorrarse mucha plata en pasajes de buses y tiempo', asegura el comprador al tiempo que agita su mano derecha tras quemársela con una de las agarraderas de la olla.

Entre la soledad de las calles oscuras, otros aprovechan el espacio para ingresar camiones donde en la mañana es imposible para descargar bultos y surtir sus negocios. Lo mismo hacen los operarios de aseo que acumulan en la esquina de la carrera 40 con 37 la basura arrojada en las calles del Centro para que el camión haga una sola recolecta de los residuos.

A eso de las 10:00 de la noche pocos son los indicios de habitantes caminando la zona, pero por un momento el silencio es interrumpido por dos hombres que discuten en la calle 44 entre carreras 45 y 44. Uno de ellos tiene una piedra en la mano que amenaza con lanzar y en su intento alerta a un par de transeúntes que corren despavoridos.

Las luces resplandecientes de los bares también crean ruido en la vista y alcanzan a alumbrar un par de pies que se sostienen en el borde de una ventana. Son de Isaac Bolaño Martínez, quien nació en esa casona ubicada en la calle 41 con carrera 44.

Descansa allí, mirando su celular, luego de una jornada laboral de 12 horas en el parqueadero que administra y que está al lado de su casa. 'La mayoría de los que vivimos en el Centro trabajamos aquí. Tengo varios meses que no tomo bus, pues las diligencias son acá cerca', expresa mientras señala hacia la carrera 46.

Añade que su familia no tiene problema en visitarlo con frecuencia, no tiene quejas con la seguridad en el área y cuenta detalles de los precios de los servicios públicos. 'Cada quien sabe dónde anda en su territorio. Hace poco me tomé una fría (cerveza) en la (carrera) 43 con 41 y regresé en la madrugada sin temor por ir a pie. El inconveniente no es la seguridad, sino los precios de la factura de la luz, que llega por $500.000 como si esto fuera un establecimiento comercial', indica.

Pero esta vez, el desgaste del día lo vence y a las 10:30 de la noche se dispone a cerrar las puertas y ventanas para dormir nueve horas y de nuevo abrir el parqueadero.

Mientras Bolaño Martínez se prepara para dormir, en la calle 34 con carrera 38 se avivan los gritos de gol de 10 muchachos que juegan bola e’ trapo, una actividad que en horas de la mañana es imposible por el tráfico que se desvía por unas obras civiles en la carrera 36.

Entre tanto, la terraza de la casa del frente se convierte en una tribuna improvisada donde otros amigos animan o cuestionan la manera de jugar de los futbolistas aficionados. 'Es importante destacar este tipo de hechos, donde antes había que estar encerrados a esta hora por la delincuencia', resalta Omar Sarmiento, un docente santandereano de 52 años.

A pesar de que tienen colegio al día siguiente, no se avizora para antes de las 11:00 de la noche la conclusión de esta competencia amistosa, de la que no se volverá a saber sino 24 horas después, cuando la soledad de la noche motive a salir a los residentes del Centro de Barranquilla.