No se sabe con exactitud a partir de qué momento el idioma español empezó a ser llamado la lengua de Cervantes, pero sí es posible ofrecer un esbozo de su estado general en los tiempos en que lo hablaba y lo escribía el famoso Manco de Lepanto. Es un buen punto de partida para apreciar la evolución gramatical, literaria y demográfica que había alcanzado por entonces, desde la época remota en que había surgido como un simple dialecto neolatino en el condado de Castilla, y la que alcanzaría después en el curso de los siguientes cuatro siglos hasta llegar al espléndido momento actual.
En los albores del siglo XVII, cuando Cervantes publicó las dos partes de su novela El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605 y 1615), el español era ya una lengua madura y desarrollada, que se encontraba en la fase que se denomina español medio, la cual, habiéndose iniciado a finales del siglo XV, se prolongaría hasta finales de aquel siglo XVII del Quijote, y durante la cual se produjeron una serie de cambios fonológicos, morfológicos y sintácticos que permitieron dejar atrás el español medieval y transformarlo en el español moderno, esto es, en el que, esencialmente, se sigue hablando hasta hoy.
Fue una etapa tan rica y renovadora que una novela tan espléndida como la de Cervantes no constituyó en absoluto un hecho aislado, sino que fue uno de los grandes momentos de un extraordinario florecimiento literario que, tiempo después, se bautizaría como el Siglo de Oro español, que en realidad duró casi dos centurias: desde la publicación de la Gramática castellana, de Antonio de Nebrija, en 1492 –la primera que tuvo esta lengua–, hasta la muerte del dramaturgo Pedro Calderón de la Barca, en 1681. El Siglo de Oro comprendió, además, autores de gran estatura como Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León, Quevedo, Góngora y Lope de Vega.
En tiempos de Cervantes, el español tenía unos seis millones de hablantes en España y apenas quizá unos cuantos cientos de miles en el Nuevo Mundo, cantidad que en este último ascendería un siglo después, a principios del XVIII, a unos dos millones y medio. La llegada y la implantación del español en nuestro continente sería, justamente, uno de los hechos decisivos en el futuro desarrollo de esta lengua, no sólo en cuanto a su base de hablantes se refiere, sino desde el punto de vista gramatical y literario. Al enfrentarse a una nueva y vasta geografía y a unas nuevas culturas, con su fauna, su flora, su clima, sus ríos, sus montañas, su arquitectura, sus costumbres, sus vestidos y su gastronomía propios y distintos, el español se vio forzado a expandir sus propios elementos constitutivos para incorporar toda esa nueva realidad.
Pero, en rigor, la propagación firme del español en Hispanoamérica es un proceso que sólo empezaría a producirse a partir de las primeras décadas del siglo XIX, cuando las antiguas colonias españolas alcanzaron su independencia. Antes de ello, y a lo largo de todo el período colonial (que duró en promedio unos 300 años), la expansión lingüística del idioma cervantino había sido limitada, debido a una norma propia de la evangelización –fenómeno que fue paralelo al del sometimiento político–, en virtud de la cual se optaba por predicar a los nativos en sus propias lenguas. De modo que al concluir el siglo XVIII, cuando la población de la América española era ya de nueve millones de habitantes, sólo tres millones de ellos, es decir, apenas el 33%, hablaban español.
Tal situación dio un giro radical en cuanto se rompió el yugo imperial y surgieron las nuevas naciones libres de Hispanoamérica, pues los nuevos gobiernos de éstas impusieron el español en sus respectivos territorios como idioma oficial y nacional único. Con esta medida, la lengua de la antigua metrópoli inició un crecimiento enorme, como lo demuestra el hecho de que de los tres millones de hablantes que había poco antes de las Independencias, se pasó a unos 50 millones a finales del siglo XIX. En general, sumando los hispanohablantes del territorio de España, el español llegó a las puertas el siglo XX con unos 60 millones de hablantes.
A partir de allí el crecimiento demográfico de la lengua sería casi exponencial, con una relación porcentual que se ha sostenido hasta hoy en que el 90% de los hablantes corresponden al territorio americano y el 10% restante a España.

Primer sacudimiento literario del español americano
Desde el siglo XVI, cuando se dieron sus primeras manifestaciones, la literatura hispanoamericana mantuvo una constante: gravitó siempre en torno a los cánones estéticos que eran dictados en la metrópoli peninsular. Una tras otra, la escuelas que dominaban y se sucedían allá eran replicadas acá: barroco, neoclasicismo, romanticismo. Es cierto que produjimos algunas voces y obras solitarias de notable valor, pero sin apartarnos nunca de ese rol secundario.
Hasta que en las postrimerías del siglo XIX, irrumpió una generación de poetas y prosistas que se atrevió a explorar caminos distintos de los que abría España; tuvieron el acierto de fijar sus ojos en el foco más revolucionario y rico que ofrecía la lírica en aquellos tiempos, el simbolismo francés, del que asimilaron los elementos más fecundos para crear así un movimiento auténticamente americano: el modernismo. Capitaneadas por un gran poeta, el nicaragüense Rubén Darío, por primera vez fueron las letras de las antiguas colonias las que llevaron la batuta y sirvieron como modelo para la literatura de España.
El boom: ahora sí, la gran revolución
Dice el historiador español Guillermo Díaz-Plaja que, con el modernismo, Hispanoamérica 'devuelve la visita a Lope, a Cervantes, a Góngora, a Calderón'. Es cierto, pero, de todos modos, ninguno de los modernistas –ni siquiera su superestrella, Darío– logró trascender más allá de las fronteras del idioma, por lo que cabe observar que, de alguna manera, el Nuevo Mundo hispánico seguía pendiente, por lo menos con Cervantes, de corresponder la cortesía.
No tuvo que pasar mucho tiempo antes de que ello ocurriera: a mediados del siglo XX, estalló una verdadera revolución literaria de este lado del Atlántico, que se venía incubando desde hacía ya algunas décadas, y que tuvo una gran repercusión no sólo en España, sino en el orbe entero, incluidas las grandes potencias literarias de Occidente. El boom de la narrativa hispanoamericana llegó en el momento justo: no sólo revitalizó nuestro idioma, sino que, como anota el escritor Javier Cercas, 'coloca de nuevo a la novela en español en el eje de la novela de su época'.
En particular, una obra del boom, Cien años de soledad, repitió la hazaña lograda 350 años atrás por Cervantes con el Quijote: que una novela escrita en la lengua originaria de Castilla fuera leída y reconocida hasta en el último rincón del planeta y que, como dice el crítico estadounidense Robert Boyers, descubriera 'un nuevo continente que ahora es habitado por escritores en todo el mundo'.
Esto, y que el español esté cerca de ser la lengua nativa de 500 millones de personas –lo que la convierte en la segunda lengua materna del mundo por número de hablantes–, constituyen sin duda buenas razones para celebrar hoy el idioma de Cervantes… y de García Márquez.





















