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Una bandera de la comunidad LGBTI se extendió sobre el piso de una de las calles del barrio 12 de Noviembre de El Carmen de Bolívar. Las aceras del lugar estaban atiborradas por 5.000 de sus habitantes.

Ese 19 de febrero se bajaron de una van, ocho motos y un motocarro 33 gais, travestis, lesbianas, bisexuales y transexuales que estuvieron de pie frente a una de las esquinas de los colores del arcoíris en la bandera. Al compás de las primeras notas de un bombardino comenzaron a moverse los hombros, marcando así el inicio de la primera Guacherna Diversa en El Carmen de Bolívar.

La reina de la comunidad LGTBI se alista momentos antes del desfile.

Luego un grupo de hombres, púberes, adultos y viejos, levantó la bandera que se suponía llevarían quienes desfilaban. Agitaban la tela y vitoreaban canciones desde el contagio colectivo del ambiente festivo y la testosterona despierta.

Los ‘cigarrones’, como los llaman por disfrutar del sexo con mujeres trans, ondearon la insignia a la cabeza de la fila de bailarines durante toda la trayectoria. La Guacherna Diversa no era un desfile de aquellos con vallas y coreografías. Era más bien un grupo de personas celebrando su libertad bailando entre un oleaje humano que invadía la pista para saludar, fotografiar y hasta negociar.

'¿Cuánto cobras?, ¿cuánto cobras?', le preguntó el adolescente a una chica trans que llegó de Cartagena. Con una mano abierta y un puño cerrado señalizó el 50, que le pareció demasiado.

Omar Meza camina detrás de la bandera como alambrista en una cuerda floja. Los flashes de las cámaras de celulares relampaguearon, los aplausos y chiflidos tronaron en una noche seca de domingo del municipio de brisas arenosas, barro en los zapatos y charcos permanentes.

Omar es el director ejecutivo de la Corporación LGBTI ‘Todos somos iguales’ de los Montes de María y las Riveras del Magdalena. Es alto, moreno, flaco y bisexual. Tiene 49 años, cinco hijos, dos de ellos adoptados, con dos mujeres diferentes, y un novio al que le faltan algunos años para llegar a la mitad de su edad. Trabaja en Casas de Paz, una oficina aledaña a la Plaza Principal de El Carmen, que es financiada por Caribe Afirmativo, en donde aconseja, organiza y reúne a todo el que llegue.

El natal de Cartagena, quien vive hace 39 años en este municipio vecino, organizó esta primera Guacherna Diversa desde esa oficina con 100.000 pesos, una van y tres horas de música de una papayera.

Decidió fundar esta organización por una herida que le dejó la vida y por la que aún sangra. Su historia, como la de tantos otros de esta comunidad en la región, es la de una orientación sexual escondida hasta ser abruptamente destapada.

Fue miembro voluntario de la Defensa Civil por 19 años; se enamoró de uno de sus compañeros. Las sospechas comenzaron a circular hasta que un día, hace 10 años, fueron vistos, en un baño, juntos. Ahí comenzó la burla.

'No aceptaban que un marica comandara a un grupo de jóvenes, me veían la cara de violador'. Omar recuerda con sonrisas incómodas y miradas al suelo este tiempo. Hace una pausa perceptible en la palabra 'marica'.

Ese término le recuerda aquel 2007 cuando, luego del Primer Reinado Gay de los Montes de María, 15 de las participantes recibieron un panfleto en las puertas de sus casas; el remitente decía bloque paramilitar ‘Águilas Negras’, dominadores, una masacre detrás de otra, del sector.

'Dieron 24 horas para irse', cuenta Omar de aquel mensaje en papel rosado y letras rojas que les detallaba su viaje al cajón si no desaparecían por su propia voluntad.

Muchos huyeron por un tiempo, una parte fue esclava del abuso sexual, y algunos, como Rolando Pérez, caso que señalan como detonante para la creación de la Corporación Caribe Afirmativo, fueron asesinados. Los demás, como Omar, escondieron detrás de una mujer su orientación sexual.

Nawar Jiménez, reina de la Diversidad.

'Ser gay era como ponerte una lápida. Ninguno podía afrontar su condición sexual porque podía amanecer muerto', apunta Omar mientras por las calles danzan incógnitos y lejos de sus féretros los otros catorce.

Conforme avanza el desfile, los espacios se abren y la papayera deja sonar un mapalé que se instala en el movimiento epiléptico de caderas y brazos. Bailan y vociferan las letras entre un público que se cierra cuan avalancha, sin espacio para caminar hacia atrás.

El tramo final era una vuelta a la Plaza Central en donde se erige el Santuario de la iglesia del Carmen, una iglesia imponente de paredes amarillas con acabados blancos. El ritmo se sosiega ante el cansancio que comienza a despertar luego de 16 cuadras de baile.

Jannia Liz alterna unos pases de baile con un caminar de pasarela. Enreda su dedo índice en la peluca rubia que eligió para combinar con su enterizo de escarcha morada y sus ojos verdes.

Aún responde con displicencia al nombre de Javier, pero espera llevar a cabo su cambio de cédula en julio, cuando su pelo haya creciedo y sus facciones se hayan feminizado con las capsulas de estrógeno que toma todos los días.

Está en el proceso de hormonización con el que soñaba desde que tenía 5 años, cuando lo encontraron con el vestido de una amiga. Aquel día su padre le dijo, 'a mí me sale un hijo marica y yo le mocho la cabeza'.

Fue desplazado de su finca en una vereda a las afueras de El Carmen a los 6 años. A los 9 su hermano mayor abusó de él. A los 12, su madrastra lo echó de la casa por ser un 'maldito'. Creció con miedo a los gais, aun cuando en su colegio lo molestaban por su caminar. Se preguntaba '¿por qué tengo que ser marica?'. Su deseo era ser mujer.

A los 16 años vivió su primera experiencia sexual, tanto con un hombre como con una mujer. 'Ay, te felicito porque ya cambiaste tu vida', le repetían una y otra vez cuando se fue a vivir con la mujer.

Vivió esta mentira por un año y medio hasta que se separó. Vivió de la prostitución seis meses, pero nunca le gustó. A los 25 años decidió irse a vivir a Bogotá; allá estudió para ser auxiliar de enfermería, tal y como su madrastra. 'Ganaba bien pero vivía solo. Decidí venirme porque la soledad te destruye'.

Comenzó a tomar el estrógeno desde hace cuatro meses, y esto le ha cambiado su estado de ánimo y mermado su apetito sexual, que aún intentan despertar hombres que tocan a su puerta en la mitad de la noche.

'Hay momentos en los que me siento fatal, como si no existiera, pero nunca había estado tan feliz', explica el joven de 30 años, quien alquiló una casa de paredes agrietadas que solía ser un prostíbulo. Allí alberga a cualquier mujer transexual que necesite un lugar donde dormir.

La papayera tocó una cumbia para secundar el paso lento con el que andaban al ver llegar el fin. En la plaza se instaló la mayoría de aquellos 5.000 que vieron la procesión carnavalera de libertad sexual.

Las oficinas de Casas de Paz, en donde se reunieron todos los participantes al final del desfile, quedan en el segundo piso de un antiguo juzgado. Uno por uno, los danzantes atravesaron la reja, ante el llamado de cientos de jóvenes a los que se les impidió la entrada y quedaron en la calle aullando nombres y beneficios que pensaban habían ganado.

Madres, abuelas, tías y hermanas los acompañaban desde la otra acera pidiéndoles que 'por favor' se fueran para 'la casa'. Los ‘cigarrones’ se rindieron por partes y abandonaron la calle.

Arriba el ajetreo continuaba. Pelucas, pestañas y tacones eran removidos a un ritmo frenético. La papayera aún les debía 40 minutos que querían aprovechar en un bar sobre la carretera llamado Punto Okey.

Hace tres años este mismo sitio apagaba la música y no los dejaba entrar. Ese día su picó sonó más fuerte cuando los vio llegar y los recibió como los invitados de honor que esperaban para el comienzo de la fiesta.

Una rotonda de sillas fue dispuesta para que los 33 agasajados disfrutaran de la noche en la que fueron protagonistas del municipio. Desde otras mesas se percibían las miradas que se cruzaban, besos que eran arrojados en direcciones recíprocas y una pista de baile que era un crisol de orientaciones sexuales.

Algunas chicas trans se paseaban desde la fiesta que se vivía adentro hasta su zona de confort a un costado de la carretera. Departían acerca del reinado popular LGBTI que planean para el próximo año. Allí, por primera vez en años, se emocionaban hablando del futuro, y especialmente, de su participación en él.

Nawar Jiménez fue la primera en moverse. Plantó su tacón sobre el violeta de la pasarela improvisada como una estampadora en la tela. Alguna vez se llamó Misael, jugó al fútbol y tuvo una novia. Pero ese día vestía una corona, un traje blanco enterizo ceñido al cuerpo y una banda en la que leía 'Reina de la Diversidad'.

Conoce la historia de Nawar Jiménez:

Tiene 21 años y su sueño es irse a la ciudad a ejercer sus dos profesiones: 'la de secretaria ejecutiva y la de prostituta'. Cuando era un niño le gustaba jugar con muñecas. Desde temprana edad se identificó como parte de la comunidad LGBTI del municipio. Su mamá la mandó a vivir a Cartagena a los 13 años para protegerla. Al año siguiente volvió a El Carmen decidida a hacer su cambio definitivo.

'Un día llegue a la casa vestida de mujer y me echaron, no me dejaron sacar ni mis cosas. Me tocó irme a vivir con una chica trans que me adoptó como madre en la prostitución y me prestaba la ropa', cuenta con una sonrisa que no intenta esconder el gusto que siente. Se considera una ninfómana. Incluso hoy, que está de vuelta en su casa y sus recursos no escasean como en aquellos días, espera el pito sugestivo de algún vehículo en una carretera que conecta El Carmen con Sincelejo.

'Ya eso es como un vicio: salir de noche, ganar dinero fácil, hombres lindos, hombres feos, como vengan', mueve una mano, gesticulando un qué importa. Ganó 60 mil pesos en su primera noche y desde aquel entonces va asiduamente.

Ahora es una de las líderes de la comunidad que la eligió. Detrás de ella, uno por uno, los 32 restantes caminaron los 10 metros de extensión de la bandera. Eran vistos, apreciados, aplaudidos. Pasó William, a quien le dicen ‘Cebolla’ por el puesto de venta que tiene su familia a la entrada del pueblo; pasó Mirella, con una vincha de plumaje naranja y verde; pasó Migue, con su torso desnudo a excepción de sus pezones, que estaban cubiertos por lentejuelas amarillas y moradas tejidas en nylon.

Luego un grupo de hombres, púberes, adultos y viejos, levantó la bandera que se suponía llevarían quienes desfilaban. Agitaban la tela y vitoreaban canciones desde el contagio colectivo del ambiente festivo y la testosterona despierta.

Los ‘cigarrones’, como los llaman por disfrutar del sexo con mujeres trans, ondearon la insignia a la cabeza de la fila de bailarines durante toda la trayectoria. La Guacherna Diversa no era un desfile de aquellos con vallas y coreografías. Era más bien un grupo de personas celebrando su libertad bailando entre un oleaje humano que invadía la pista para saludar, fotografiar y hasta negociar.

'¿Cuánto cobras?, ¿cuánto cobras?', le preguntó el adolescente a una chica trans que llegó de Cartagena. Con una mano abierta y un puño cerrado señalizó el 50, que le pareció demasiado.

  • Charlie Cordero
  • Charlie Cordero
  • Charlie Cordero
  • Charlie Cordero
  • Charlie Cordero
  • Charlie Cordero
  • Charlie Cordero
  • Charlie Cordero
  • Charlie Cordero
  • Charlie Cordero

Omar Meza camina detrás de la bandera como alambrista en una cuerda floja. Los flashes de las cámaras de celulares relampaguearon, los aplausos y chiflidos tronaron en una noche seca de domingo del municipio de brisas arenosas, barro en los zapatos y charcos permanentes.

Omar es el director ejecutivo de la Corporación LGBTI ‘Todos somos iguales’ de los Montes de María y las Riveras del Magdalena. Es alto, moreno, flaco y bisexual. Tiene 49 años, cinco hijos, dos de ellos adoptados, con dos mujeres diferentes, y un novio al que le faltan algunos años para llegar a la mitad de su edad. Trabaja en Casas de Paz, una oficina aledaña a la Plaza Principal de El Carmen, que es financiada por Caribe Afirmativo, en donde aconseja, organiza y reúne a todo el que llegue.

El natal de Cartagena, quien vive hace 39 años en este municipio vecino, organizó esta primera Guacherna Diversa desde esa oficina con 100.000 pesos, una van y tres horas de música de una papayera.

Decidió fundar esta organización por una herida que le dejó la vida y por la que aún sangra. Su historia, como la de tantos otros de esta comunidad en la región, es la de una orientación sexual escondida hasta ser abruptamente destapada.

Fue miembro voluntario de la Defensa Civil por 19 años; se enamoró de uno de sus compañeros. Las sospechas comenzaron a circular hasta que un día, hace 10 años, fueron vistos, en un baño, juntos. Ahí comenzó la burla.

'No aceptaban que un marica comandara a un grupo de jóvenes, me veían la cara de violador'. Omar recuerda con sonrisas incómodas y miradas al suelo este tiempo. Hace una pausa perceptible en la palabra 'marica'.

Ese término le recuerda aquel 2007 cuando, luego del Primer Reinado Gay de los Montes de María, 15 de las participantes recibieron un panfleto en las puertas de sus casas; el remitente decía bloque paramilitar ‘Águilas Negras’, dominadores, una masacre detrás de otra, del sector.

'Dieron 24 horas para irse', cuenta Omar de aquel mensaje en papel rosado y letras rojas que les detallaba su viaje al cajón si no desaparecían por su propia voluntad.

Muchos huyeron por un tiempo, una parte fue esclava del abuso sexual, y algunos, como Rolando Pérez, caso que señalan como detonante para la creación de la Corporación Caribe Afirmativo, fueron asesinados. Los demás, como Omar, escondieron detrás de una mujer su orientación sexual.

'Ser gay era como ponerte una lápida. Ninguno podía afrontar su condición sexual porque podía amanecer muerto', apunta Omar mientras por las calles danzan incógnitos y lejos de sus féretros los otros catorce.

Conoce la historia de Omar Meza:

Conforme avanza el desfile, los espacios se abren y la papayera deja sonar un mapalé que se instala en el movimiento epiléptico de caderas y brazos. Bailan y vociferan las letras entre un público que se cierra cuan avalancha, sin espacio para caminar hacia atrás.

El tramo final era una vuelta a la Plaza Central en donde se erige el Santuario de la iglesia del Carmen, una iglesia imponente de paredes amarillas con acabados blancos. El ritmo se sosiega ante el cansancio que comienza a despertar luego de 16 cuadras de baile.

Jannia Liz alterna unos pases de baile con un caminar de pasarela. Enreda su dedo índice en la peluca rubia que eligió para combinar con su enterizo de escarcha morada y sus ojos verdes.

Aún responde con displicencia al nombre de Javier, pero espera llevar a cabo su cambio de cédula en julio, cuando su pelo haya creciedo y sus facciones se hayan feminizado con las capsulas de estrógeno que toma todos los días.

Está en el proceso de hormonización con el que soñaba desde que tenía 5 años, cuando lo encontraron con el vestido de una amiga. Aquel día su padre le dijo, 'a mí me sale un hijo marica y yo le mocho la cabeza'.

Fue desplazado de su finca en una vereda a las afueras de El Carmen a los 6 años. A los 9 su hermano mayor abusó de él. A los 12, su madrastra lo echó de la casa por ser un 'maldito'. Creció con miedo a los gais, aun cuando en su colegio lo molestaban por su caminar. Se preguntaba '¿por qué tengo que ser marica?'. Su deseo era ser mujer.

A los 16 años vivió su primera experiencia sexual, tanto con un hombre como con una mujer. 'Ay, te felicito porque ya cambiaste tu vida', le repetían una y otra vez cuando se fue a vivir con la mujer.

Vivió esta mentira por un año y medio hasta que se separó. Vivió de la prostitución seis meses, pero nunca le gustó. A los 25 años decidió irse a vivir a Bogotá; allá estudió para ser auxiliar de enfermería, tal y como su madrastra. 'Ganaba bien pero vivía solo. Decidí venirme porque la soledad te destruye'.

Comenzó a tomar el estrógeno desde hace cuatro meses, y esto le ha cambiado su estado de ánimo y mermado su apetito sexual, que aún intentan despertar hombres que tocan a su puerta en la mitad de la noche.

'Hay momentos en los que me siento fatal, como si no existiera, pero nunca había estado tan feliz', explica el joven de 30 años, quien alquiló una casa de paredes agrietadas que solía ser un prostíbulo. Allí alberga a cualquier mujer transexual que necesite un lugar donde dormir.

La papayera tocó una cumbia para secundar el paso lento con el que andaban al ver llegar el fin. En la plaza se instaló la mayoría de aquellos 5.000 que vieron la procesión carnavalera de libertad sexual.

Las oficinas de Casas de Paz, en donde se reunieron todos los participantes al final del desfile, quedan en el segundo piso de un antiguo juzgado. Uno por uno, los danzantes atravesaron la reja, ante el llamado de cientos de jóvenes a los que se les impidió la entrada y quedaron en la calle aullando nombres y beneficios que pensaban habían ganado.

Madres, abuelas, tías y hermanas los acompañaban desde la otra acera pidiéndoles que 'por favor' se fueran para 'la casa'. Los ‘cigarrones’ se rindieron por partes y abandonaron la calle.

Arriba el ajetreo continuaba. Pelucas, pestañas y tacones eran removidos a un ritmo frenético. La papayera aún les debía 40 minutos que querían aprovechar en un bar sobre la carretera llamado Punto Okey.

Hace tres años este mismo sitio apagaba la música y no los dejaba entrar. Ese día su picó sonó más fuerte cuando los vio llegar y los recibió como los invitados de honor que esperaban para el comienzo de la fiesta.

Una rotonda de sillas fue dispuesta para que los 33 agasajados disfrutaran de la noche en la que fueron protagonistas del municipio. Desde otras mesas se percibían las miradas que se cruzaban, besos que eran arrojados en direcciones recíprocas y una pista de baile que era un crisol de orientaciones sexuales.

Algunas chicas trans se paseaban desde la fiesta que se vivía adentro hasta su zona de confort a un costado de la carretera. Departían acerca del reinado popular LGBTI que planean para el próximo año. Allí, por primera vez en años, se emocionaban hablando del futuro, y especialmente, de su participación en él.