El Heraldo
Ramón, de espaldas, junto a Édgar en la conciliación con la juez Nidia Donado.
Barranquilla

Pequeñas causas | Ramón quiere demandar a su mamá, “que le da la plata a su novio”

Un joven estudiante, mayor de edad, acudió con su papá a denunciar las acciones de su madre, a quien acusaron de ser “violenta y desconsiderada” desde hace varios años.

Marcela tiene 28 perros, ocho gatos y un amante que de amante no tiene mucho, pues ya lleva más de dos años separada de su esposo. Todos los animales viven en una habitación, la misma en la que Ramón, su hijo, y Édgar, su esposo, también duermen, cocinan y hacen las tareas. En medio de las heces, los charcos de orín, el pelo y el sonido agudo de los ladridos y maullidos conviven, sumidos en una situación incontrolable, tan cerca de estallar como una olla a presión llena de frijoles al mediodía.

Para bien o para mal perdieron un pleito con la Alcaldía, según cuentan, por el que terminaron desalojados de su casa, ubicada en el barrio La Manga de Barranquilla. Por esa situación, supuestamente relacionada con unas obras que se ejecutaron en ese sector en 2017, la familia recibió quince millones de pesos. Plata que llegó a la cuenta de Marcela, de donde —según dijo— nunca más saldría, ni por la más extrema de las situaciones.

Pero como toda situación tiene una excepción, el que sí tenía acceso a ese dinero era el amante –o novio– de Marcela, según los extractos de cuenta a los que –varios años después– Édgar todavía se aferra. No solo como prueba de que hoy en día él y su hijo denuncian no haber visto un solo peso, sino como testimonio de la infidelidad de su esposa, que todavía no le ha firmado el divorcio.

A Marcela la acusan de no estar del todo bien mentalmente. Su hijo dice que no la quiere ver ni en pintura, y su esposo, que la conoció en un bus de Baranoa y que terminó reformándole la casa que les quitaron, está durmiendo en la calle. Pero además de eso, el novio de Marcela se estaría aprovechando de ella, como lo evidencian varios chats que Ramón capturó desde su celular, cuando ella iba a verse con su nuevo amor.

Marcela

Inocente o consciente, Marcela le dejaba las pruebas de sus amoríos a su hijo, que encontró todas las evidencias en los mensajes bastante subidos de tono en el teléfono de su mamá. “¿Qué quieres que te haga esta noche?”, le preguntaba la mujer a Pepe, su novio, pocos minutos antes de salir de la casa. “Tú sabes qué es lo que me gusta, pero para eso me tienes que ayudar primero con las cuentas del banco”, le contestaba él. 

Sorpresivamente, para las mismas fechas de los mensajes, en los extractos bancarios que tiene Édgar en su poder aparecen retiros por $500.000 o $1.000.000, dinero proveniente de los quince millones recibidos por la indemnización.

Cuando él y su hijo la encararon sobre la situación, Marcela se escondió en su cuarto y les cambió de tema. Eso, sin antes negarles todo lo anterior y reafirmarles que ella no tenía plata, que esos millones se los había gastado en un viaje a Bogotá que hizo con Ramón, cuando tuvieron que presentar la demanda de su caso ante la Presidencia de la República.

Por si fuera poco, cuentan Ramón y Édgar, Marcela está pensionada, debido a problemas de salud (y mentales), pero a su hijo “no le da un peso”, indicó el padre. Ella estuvo vinculada a una empresa de alimentos, en donde trabajaba como empacadora.

“Los vecinos a veces me dan comida, pero ella me tiene bajo la misma dieta: pan con gaseosa, ya estoy acostumbrado”. Ramón, flaco y desgarbado, es más alto que su papá, un anciano canoso y también delgado. Ambos, envalentonados, acudieron al despacho de la juez de paz Nidia Donado, para que esta los aconsejara en su caso.

Los jueces de paz, que atienden a todos los barranquilleros, además de las conciliaciones prestan un servicio de asesoría jurídica, al que los convocantes muchas veces asisten para entender cómo proceder en los casos en los que están envueltos. En esta ocasión, como Marcela no se encontraba en el despacho, la juez tomó el proceso cuando Ramón y Édgar llamaron a la puerta de la oficina ubicada en la carrera 44 #70-218.

Shutterstock

Édgar

Esa mañana, como todos los días en los últimos quince meses, Édgar se levantó de su tabla y la escondió detrás de una paredilla para que la Policía no lo descubra. Desde el desalojo de su casa en el barrio La Manga, el anciano duerme en las calles, viviendo de las monedas que se gana por cuidar carros y pedir limosna en el norte de Barranquilla. Sgún su relato, se tiene que acostar después de 12:00 de la noche, cuando no haya nadie cerca que le “azare la plaza”. Ahí, en una jardinera, acomoda su tablón, sobre el que pernocta esperando volver a su casa.

Pero su hogar no es el que está en La Manga, sino un predio que junto a su esposa adquirió en El Pueblo, una pequeña casa de no más de 50 metros cuadrados. Ahí, de lograr desalojar a una señora que se la invadió hace unos años y que no quiere abandonarla, se mudaría a pasar su vejez; y en donde su hijo, Ramón, podría ir a visitarlo.

Al despacho de la juez de paz se presentó con su mejor pinta: una camiseta roja de mangas blancas y un bluyín. Édgar olía a calle y a sudor, lo contrario a su hijo, que llegó vestido con una camiseta de marca americana y recién bañado, con el pelo arreglado y los lentes brillantes. Ahí estaban para acusar a Marcela, de quien hablaron cosas negativas durante toda la audiencia.

En una carpeta llena de papeles arrugados, Édgar presentó todas las copias de los extractos bancarios, más de 10 páginas de capturas de pantalla de los chats de su esposa y los documentos legales en contra de la mujer que le está invadiendo su casa. Su vida, según contó, estaba vuelta un ocho, y aún su cónyuge –en los papeles oficiales– no le había dado un peso de esa indemnización. Ni a él, dijo, ni a Ramón, que confesó que su mamá solo le había comprado unos pantalones.

“Pero cuando yo hablé con la señora Marcela ella me dijo que te había comprado un celular y te pagaba el plan de datos, además del viaje a Bogotá y de las comidas de esos días”, dijo la juez Donado, explicándole a los presentes lo que la madre le había manifestado. “Sí, doctora, pero es que ella no me compró nada de eso. Cómo se le van a ir quince millones en un viaje a Bogotá, si con su novio o amante se ha ido a Valledupar, Armenia y otras partes del país”, le contestó Ramón. 

Édgar, alterado, intervino en medio de la conversación entre la juez y su hijo: “Es que ella se lo gasta todo con el novio ese que tiene. Ahí tiene los chats, doctora, todas las vulgaridades que se dicen. Mi hijo sigue estudiando y siempre ha tenido problemas por culpa de su mamá. Cómo iba a prepararse para los exámenes en ese cuarto lleno de heces en el que vivíamos, o ahora que no le da ni comida. Es el colmo”.

“Pero es que a usted ya no le incumbe lo que haga Marcela con su vida sexual...”

“Claro, doctora, yo entiendo eso, pero yo hago esto es por mi hijo, para que se pueda graduar”.

“Y esos perros... ¿quién los tiene?”, preguntó la juez.

“Se los llevó una fundación, imagínese usted vivir con 28 perros y ocho gatos”, le respondió Ramón. “Yo sé que tengo 18 años y que no me he podido graduar, pero de eso salgo este año. En un colegio mis compañeros me odiaban porque mi mamá iba a poner las quejas de todo lo que decía; y para los otros nunca pude estudiar por todas esas situaciones de la casa”. 

La juez organizó las pruebas, terminó de escuchar a Édgar y a su hijo y les preguntó: “Cuál es la petición que quieren hacer ustedes?”

“Quiero demandar a mi mamá por alimentos, no me da plata para vivir; y yo estoy estudiando”.

“Bueno, siendo así vamos a tener que citar a la señora Marcela; y tener otra audiencia con ella presente”, indicó la juez.

“Que así sea, ya es hora de que mi mamá pague por todas las cosas que ha hecho”, concluyó Ramón, que, junto a su padre, se despidió de la juez. “¿Y ahora qué sigue?”, preguntó.

“Vamos a firmar el acta de lo que pasó el día de hoy”, dijo la juez. “Eso es todo”.

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