El Heraldo
Claudia (izq.) junto a la juez Donado, la propietaria y Adriana en el despacho. Cesar Bolívar
Barranquilla

Pequeñas causas | Entre la vida y el arriendo

Una mujer y su esposo, endeudados por la enfermedad de su hija, acudieron a una audiencia luego de incumplir el pago de la renta y otras facturas durante cuatro meses.

Nadie se endeuda porque quiere. Esa es la frase que ronda las audiencias de los jueces de paz en Barranquilla, mediadores de la justicia alterna, cuyo objetivo es desatascar el atareado engranaje de la resolución de conflictos tradicional. Pagos pendientes de arriendo, de servicios públicos y hasta por compromisos familiares llegan a estos despachos, en donde deben guiar a los ciudadanos para que dejen a un lado sus diferencias y pongan de su parte para resolver todo tipo de conflictos.

Aquella mañana, a uno de los despachos de los jueces de paz llegó una mujer de rizos castaños. En su delicado rostro había ojeras, huellas purpúreas de las noches sin dormir y del cansancio prolongado, según relató. Delgada y no muy alta, procuró sentarse rápido al llegar a la oficina, en donde esperaba a que la atendiera uno de los 56 jueces de paz que actualmente operan en Barranquilla.

A su lado iba su madre, un poco más gruesa, pero con las mismas facciones en el rostro. Nariz respingada, mirada fija y también ojeras, casi como si fueran algo genético. Sus rizos castaños, del mismo color que los de su hija, ya estaban veteados de blanco, con algunas canas que se asomaban en la superficie.

Entre las dos no hablaban mucho y las palabras que pronunciaban eran solo las necesarias. Se presentaron ante el despacho, comentaron el caso y volvieron a hacer silencio. Adriana y su señora madre, Claudia, se sentaron en un sofá negro, en el que esperaron pacientemente. Aun así, detrás de la lentitud de sus movimientos y del pequeño -y casi imperceptible- arqueo en sus espaldas, el brillo en sus ojos oscuros denotaba esperanza; una posible luz al final del túnel. A los pocos minutos la secretaria las llevó a la oficina, en donde ya las esperaba la juez que atendería su caso.

La leucemia le empezó con una simple gripa, que luego se transformó en fiebre. 

Nidia Donado, presidenta de los jueces de paz de Barranquilla, había sido designada para este caso. Adriana, que había acudido junto a su mamá, estaba atrasada en el pago de varios meses de arriendo, sumado a la deuda que ya contraía con las empresas de servicios públicos de la ciudad. Nadie se endeuda porque quiere, repicaba en las paredes del despacho. Esa frase que tanto se ha pronunciado dentro de esas paredes se escucharía una vez más, cuando la mujer empezara a contar su versión de los hechos.

Una enfermedad inesperada, tragedia familiar, fue el motivo por el que Adriana tuvo que priorizar en los gastos. La leucemia no la atacó a ella, ni a su esposo ni a su mamá. Fue su hija, una pequeña de cuatro años, la víctima de semejante baldazo de agua fría. 

La leucemia, cáncer en la sangre, le empezó con una simple gripa, que luego se transformó en fiebre. A sus cuatro años de edad, la niña fue presentando varios de los síntomas iniciales: dificultad para respirar, moretones frecuentes y sangrado en la nariz y encías.

El tratamiento incluye quimioterapia, medicamentos dirigidos a partes específicos de las células cancerosas y -en caso de que los padres puedan costearlo- un trasplante de célula madre. En resumen: una situación muy complicada.

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Por eso, según contó en la audiencia, cuando llegaron los primeros recibos de luz, agua y gas, Adriana y su esposo tomaron una decisión: aplazar los pagos lo máximo posible, para poder así cubrir los gastos de las medicinas y del tratamiento de la leucemia de su hija. No fue sencillo, según relató la mujer, endeudarse como plan de vida, aún teniendo un propósito en el horizonte. Pero es que no había otra elección, le contó a la juez, “eso era lo que tenía que hacer”.

En total fueron cuatro meses, en los que se acumularon el arriendo y los recibos de luz, agua y gas. La deuda era altísima, pero también lo era la voluntad de pagarla. Adriana, poniéndole la cara a la cosa, acudió a la cita ante la justicia de paz y reconsideración, en donde se encontraría con la dueña del apartamento, que se lo arrendó. 

La propietaria, una mujer vestida de azul, también acudió al despacho esa mañana. Tranquila, pues había sido ella quien había contactado a la juez, esperó a que Adriana y su mamá explicaran los sucesos, para luego ella contar lo que -en su versión- había sucedido.

La totalidad del tiempo del contrato de arriendo era de seis meses, pero Adriana, su esposo, su hija y su mamá llevaban ocho en total, superando por más de 60 días el plazo de permanencia en la vivienda. A comienzo de año, en enero y febrero, cumplieron con la obligación pactada: el pago de $1.200.000 al comienzo de cada mes. Cuando llegó marzo, luego abril y mayo, las cosas se fueron complicando y el dinero dejó de llegar a las arcas de la propietaria, que no entendía por qué el contrato seguía incumpliéndose cada vez que llegaba el momento del desembolso.

Adriana se comprometió a abonar $700.000 a la deuda total con la propietaria.

A la residencia de Adriana llegaron varias cartas de la propietaria, preguntando el motivo por el cual no le había pagado los meses que debía de arriendo. Por necesidad, y porque las empresas de servicios públicos no podían ser tan compasivas, debía abonar de a poco las deudas que tenía con estas para no quedarse sin luz en la mitad de la noche, o sin agua cuando la niña necesitara un baño.

Con dos meses de que se incumpla el contrato de arrendamiento, explicó la juez, este automáticamente se cancela, con previo aviso al residente de la vivienda. En este caso, la dueña, luego de conocer la situación -y a pesar de poder cancelarlo- decidió darle un plazo a Adriana para pagarle la deuda, que ya ascendía a $3.500.000. La citación, más que por un conflicto o una pelea entre ambas partes, era para reanudar el pago del compromiso y volver a pactar las condiciones.

Pero ahora, cuando todo se había puesto color de hormiga, la niña había empezado a mejorar y Adriana consiguió trabajo. “No era mucho”, dijo, pues llevaba unas semanas trabajando como cajera de una empresa de giros internacionales, “pero era suficiente” para sacar el barco nuevamente a flote. Con las partes citadas, la juez de paz aprovechó para lograr un acuerdo. Por un lado, teniendo en cuenta la situación de Adriana y su hija y, por el otro, a la dueña del apartamento y el dinero que necesitaba.

La negociación concluyó satisfactoriamente. Ambas partes acordaron que, a partir del próximo mes, se reanudarían los pagos del contrato de arriendo, que fue renovado por seis meses más. Además de eso, Adriana se comprometió a abonar $700.000 a la deuda total con la propietaria, lo que dejó el compromiso en $2.800.000, que serían cancelados en cuotas.

Siendo así la cosa, y con una sonrisa en el rostro, Adriana y su mamá salieron del despacho. La propietaria, también tranquila y despejada, firmó el acta en donde quedó pactado el acuerdo. En una clínica de la ciudad la pequeña continuaba con su recuperación. Sus padres, con un esfuerzo tremendo, habían logrado conservar su casa; con la esperanza de que más pronto que tarde ella regrese para siempre.

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