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Como todas las noches, Martín se amarró sus botas, se arregló la camisa del uniforme y se preparó para lo impredecible. Algunas veces, cuando patrullaba los alrededores de la vieja estructura todo permanecía tranquilo, dentro del mundo terrenal. Pero otros días, cuando la luna llena brillaba en lo más alto del cielo, algo le decía que lo mejor era quedarse quieto; que no tenía sentido arriesgar su tranquilidad mental. Y quizás su vida.

A su lado, Sin Nombre, su perro fiel, dormitaba tranquilo, arropado bajo la luz de la luna que se reflejaba en su claro pelaje beige. El can, tranquilo, resoplaba y roncaba entre sueños, quizás imaginando un mundo lleno de galletas de colores. Hacía ya tres años que lo había adoptado, cuando el animal no era más que un pequeño cachorro. Después de tantas noches e incontables horas de vigilia, Sin Nombre se había convertido en su aliado, en un bastión de tranquilidad y compañía.

Horas atrás habían quedado las risas y los ruidos propios de los niños que pululaban por los pasillos y los viejos salones del colegio. De noche, como la única alma humana en las instalaciones, su labor era mantener a raya cualquier tipo de peligro que acechara en las proximidades. En algunas ocasiones, jóvenes estudiantes se colaban dentro del terreno por simple vandalismo, o algún animal nocturno se apoderaba de una porción del patio. Todo dentro de lo normal; justamente las razones por las que había firmado su contrato.

Cuando el reloj marcó las 11:00 todo estaba sumido en una calma inusual. La noche era fresca y la brisa soplaba con fuerza, por lo que el ulular de las ventanas se escuchaba con intensidad. Martín, armado de valor, se aferró a su fortaleza católica y se puso en marcha, dando los primeros pasos al son de un Padre Nuestro. Un grito, tan desgarrador como una herida profunda, se apoderó con firmeza del silencio, esparciéndose como una llamarada en medio de semejante penumbra. La llamada de auxilio parecía provenir de una mujer, que desesperada pedía ayuda ante un peligro desconocido. Sin Nombre, alterado, soltó un ladrido ronco en respuesta, al tiempo que escondía la cola peluda entre sus patas.

Martín, como ya lo había hecho antes, se persignó con firmeza antes de acudir hacia el lugar de donde provenía el grito. El viejo Castillo La Alboraya, una construcción de más de 200 años, todavía se levanta orgulloso en medio de la modernidad de Barranquilla. Cada vez con menos ímpetu, el anciano de pelo canoso se acercó al edificio colonial, desde donde ya había escuchado en otras ocasiones el mismo lamento. Tembloroso, producto del nerviosismo que recorría su pequeño cuerpo, se alejó cada vez más de Sin Nombre, que despedía ladridos de alarma desde la endeble tranquilidad de la garita.

Ya a pocos metros de la entrada de la estructura antigua, protegida por una reja negra y oxidada, Martín caminó cada vez con más cautela. Rezando un salmo de compañía, como le había dicho una vieja religiosa de su cuadra, puso un pie dentro de la casa, inundada de una energía negativa y contaminada de un aire denso y pesado. Ya no se escuchaba el eco de aquel grito desgarrador que lo atrajo a aquel lugar, pero por alguna razón sentía que algo lo observaba, que demandaba su presencia.

Hacía varios años que había decidido tocar una de las paredes al ingresar a la construcción, pues creía que si esta le pasaba corriente, una especie de choque eléctrico pequeño, era porque algo maligno acechaba el lugar. Cuando su mano rozó la pintura seca y manchada, una vibración le recorrió el brazo derecho. Nervioso, preso del pánico, miró hacia la escalera, cubierta de telarañas y restos de teja oxidados que habían caído del techo. Una mujer vestida de blanco le devolvió la mirada, sumida en una angustia y en un dolor inexplicable. Martín, celador hace 40 años, se dio a la huida con un terror creciente que le inundó el pecho. Sin Nombre lo esperaba asustado en la garita.

Costumbre

La antigua hacienda, un conjunto de edificios corroídos por el tiempo y la humedad, luce abandonada y espeluznante. Más que un castillo, como la han llamado los pobladores de la zona, es una insignia del barrio que lleva el mismo nombre: La Alboraya. Junto a las modernas instalaciones de un Instituto Educativo Distrital, hoy la construcción está casi oculta tras los muros de concreto del colegio. Sus mitos e historias tenebrosas, esparcidos por toda Barranquilla, aún penetran los recuerdos de sus visitantes, quienes aseguran haber sentido la presencia de un ente oscuro y tenebroso.

Martín Torres, vigilante del colegio Castillo La Alboraya, es también residente del barrio, en donde habitan muchos de los estudiantes de la institución. A pesar de los temores, los mitos y los rumores, la gente de esta zona residencial es tranquila y alegre, orgullosa y satisfecha con lo que se han convertido sus vidas y sus viviendas.

La Alboraya es un barrio pequeño, rodeado de otros un poco más grandes como La Magdalena, La Victoria y La Unión. Al castillo, insignia de la zona, lo rodea el misticismo y el terror que generan sus cientos de anécdotas, propagadas por los habitantes de las proximidades. Según cuenta la leyenda, el dueño de la propiedad era un español mestizo de apellido Rondón, quien era famoso por sus caballos y por el maltrato al que sometía a sus esclavos.

La historia de esta casa se remontaría a la de una finca que se extendía por lo que hoy son los barrios Las Palmas, El Campito, La Unión, la Alboraya y La Victoria.

Tranquilidad

Varios vecinos del castillo, hoy abandonado y en ruinas, aseguran que en las noches escuchan desde sus casas el galopar de los caballos o el sonido del llanto de una mujer, a quien popularmente han denominado como La Llorona. Martín Torres, testigo de primera mano de muchos de los terrores de La Alboraya, manifestó que los sustos hacen parte de su trabajo.

'Los quejidos siempre se han escuchado por aquí, mucha gente lo dice. También otros han visto a personas vestidas como los romanos dentro del castillo. Incluso, unas señoras que hacían el aseo renunciaron porque decían que veían espectros en la noche', contó Martín Torres.

Como él, los vecinos del castillo también aseguraron haber sentido y escuchado cosas, presuntamente en las noches y desde hace muchos años. Previamente, cuando la estructura no estaba protegida por los muros del colegio, los residentes de La Alboraya lo visitaban con mayor frecuencia, en búsqueda de comprobar los oscuros rumores.

'En la noche escuchamos caballos o llantos, yo creo que es la llorona. Lo hemos hecho tanto y por tantos años que ya no nos da miedo. La verdad es que yo crecí muy tranquila por acá, es un buen barrio', dijo Marina Padilla, quien vive justo en frente de la institución educativa.

Además del castillo, La Alboraya es un barrio residencial que colinda con un sector de vida nocturna como lo es la carrera ocho, encendida de jueves a domingo por las estrafalarias decoraciones de sus discotecas y por el vibrar retumbante de los parlantes. Entre sus calles, hay decenas de casas pequeñas rodeadas por jardines verdes y conectadas por parques coloridos.

'Acá vivimos muy bien, no nos falta nada', dijo Miguel Acuña, residente de La Alboraya. Como otros vecinos, este hombre se ejercitaba en uno de los parques del sector. 'Es muy tranquilo, aunque uno siempre tiene que estar pendiente de que no le vayan a robar nada', agregó.

Con el sol en lo más alto del cielo, los transeúntes caminaban tranquilos por las proximidades del castillo. De noche, cuando los terrores acechan, varios de sus habitantes prefieren mantenerse alejados de la zona.

El castillo La Alboraya, famoso en toda Barranquilla, aqueja no tanto sobre los horrores que lo rodean, sino por el abandono en el que se encuentra. 'Por acá nos han venido a prometer que lo van a reconstruir, que van a hacer una biblioteca, pero nada. Seguimos esperando', dijo Martín, el viejo celador, quizás su visitante más frecuente y conocedor de sus historias tenebrosas.

'Los escuchamos tanto y por tantos años que ya no nos da miedo. La verdad vivimos muy tranquilos por esta zona'.