El Heraldo
Dos leonas se refrescan en su jaula, ubicada en un rincón del Circo Americano, a un lado de la vía Circunvalar. Jesús Rico
Barranquilla

El circo que cambió leones por dinosaurios

Dinosaurios, réplicas de robots ‘transformers’ y otros números han sido diseñados por el equipo circense para reemplazar a los leones.

Los leones quedaron a un lado. Bostezan en el fondo del lote cercado, en un rincón, enjaulados en las sombras, mientras Matías y su abuelo ríen como dos niños en la última fila del ruedo. Una palangana de manzanas acarameladas les pasa frente a las narices, pero ni las miran. Tres dinosaurios con piel de espuma y esqueleto de humano acalorado bailan un reguetón postapocalíptico en escena. Neones los iluminan. Hacen que ni ellos ni nadie parezca extrañar las estrellas extintas del Circo Americano.

Los nuevos animales del zoológico son unos dinosaurios de espuma.

Un cerrado aplauso en las gradas semivacías, se apagan las luces y ya está. Casi todo estuvo igual a los viejos espectáculos para el abuelo de Matías, a quien le brillan los ojos. Y el niño de cinco años aplaude acelerado en la silla. Ni sospecha que en otra época no muy lejana, hace apenas unos seis meses, una serie de rugidos y colmillos que han estremecido el alma de la humanidad desde sus inicios habrían sido el pináculo de la noche, en lugar de la safety-dance jurásica de hoy.

Lo último que ven abuelo y nieto antes de que la oscuridad los expulse de la carpa mágica, de vuelta a la cotidianidad, es la sonrisa de pianola en la cara del mago-domador-trapecista Yahir Suárez. Bate su melena rizada doblándose en una venia de despedida, agradece y con micrófono en mano cierra la función. Es la primera en el Atlántico desde que se cumplió el último plazo fijado por la Ley 1638 del 27 de junio de 2013, que prohíbe a los circos en todo el territorio colombiano usar animales silvestres.

La norma le anunció desde hace dos años a Yahir que llegaría el día en que tendría que dejar de sacar al ruedo a la manada de melenudos que crió, y lanzar al olvido el acto que han entrenado toda su cautiva vida. Ese día es hoy y solo él lo tiene presente. Solo él recuerda que gracias a esas bestias originarias del África y nacidas entre telones -polémica curiosidad obsoleta con la que ahora algunos pasarán a tomarse fotos- levantó su circo. Es una microempresa a final de cuentas, que aún les puede arrancar un par de pesos a trasnochadas polaroids de nostalgia circense. La parsimonia del Estado todavía se lo permite, aunque él preferiría que no fuera así.  El costo emocional y económico es mayor.

- Yo lo que pregunto es, ¿para dónde los van a llevar?

Manada de estrellas

Espectáculo de los trapecistas del Circo Americano.

El circo Americano levantó su toldo blanquiazul el 28 de julio en un terreno desocupado a un lado de la vía Circunvalar, en el cordón periférico de Barranquilla. Antes había estado en municipios circundantes. A su llegada, su dueño tramitó la entrega de sus 10 leones a la autoridad ambiental del departamento, la Corporación Autónoma Regional del Atlántico. Los técnicos de la entidad tomaron la respectiva foto de registro pero se llevaron solo a los cuatro más jóvenes: Paquita, Pevel, Soacha y León XIII, que se llama así por el barrio cundiboyacense en el que nació y no por ser el número 13 de su manada. Promedian los tres años. Los otros seis, incluyendo a la madre de todos, se quedaron enjaulados a espera de que les definan su situación jurídica. Por el momento no hay a donde llevarlos, así que tienen que quedarse en su antigua casa, con el compromiso de no hacer parte del show.

Aquí siguen alimentando a la vieja Nala, que supera los 15 años y ya está viviendo horas extras. También al indiferente Rocky, al imponente Leonardo, a las juguetonas Chiquita y China y a la agresiva Ciara, que está en calor y parece a punto de morder a todo el que se le acerca. Todos están entre los 5 y 8 años. Cada uno se come de 6 a 7 kilos de carne al día. Un par de pollos, porque la carne roja “da un excremento muy pesado”. Eso cuesta unos $100.000 diarios, pero cada vez parece más caro. Por ahora, Yahir acepta cubrirlo. “Ese imán que ellos tienen, esa energía, fue muy importante para el mundo del circo. No solamente para el mío, para todos”, dice el mago, frente a las rejas de insensateces, en la víspera soleada de la función que sellará el retiro de los felinos. Descarta el agradecimiento como motivo para seguirlos manteniendo mientras las autoridades se hacen cargo. “Muchas familias dependieron de esa energía”. Es más una mezcla de respeto y cariño, con una fuerte carga de responsabilidad y remordimiento.

11:20 am. Un trabajador está ahora lavando el piso de las celdas, con chorros de agua. Hace calor, la arena tostada por el sol se refleja en los filosos ojos de los leones; solo tienen un par de metros para moverse entre los barrotes y las tablas. Pero parecen tranquilos, aprovechando los pringos para peinarse el pelaje a lengüetazos, como gatos superdesarrollados. Cada uno pesa alrededor de 250 kilos. De vez en cuando Ciara brinca y choca sus cuatro patas contra la reja, como intentando tumbarla. Yahir le tira besos a la Chiqui y acerca los dedos a la reja. La leona responde al llamado y restriega su lomo contra la piel del domador, o su padrastro en cierto sentido. O, más bien, su padre intelectual, porque el autor material de la creación de la manada se llamaba Sonny, un león que murió hace dos años, de viejo, y que constituyó la piedra angular del Circo Americano.

Sonrisas pintadas

Tuto y Tutín recrean un partido de fútbol en miniatura.

Seis tractores, tres tráilers, un montacarga, dos carros, una casa rodante, 12 obreros y 25 artistas son el andamiaje del circo que entregó a sus leones. Los vagones metálicos en los que se transporta la indumentaria han sido adecuados con sillas y espejos para servir de camerinos atrás del escenario. “Ha sido duro para nuestro jefe. Los ha criado y compartido muchos años con ellos”, dice Martha Largo, en la escalera de uno de los vagones. A pesar de su apellido, ella y sus hijos Jeison y Omar conforman el trío humorístico de enanos en el Americano.

Su nombre artístico es Nany. Nació en Pradera, Valle. Tiene 40 años, 18 de ellos haciendo circo, 3 en este. Mide unos 90 centímetros. Ella y sus hijos viajan con el equipo, viven en el circo. Son casi primos de los leones. Su historia en el mundo del espectáculo comenzó cuando conoció a “un señor cirquero que visitó el pueblo. Me gustó y me encarrilé”. Él era un payaso y se separaron hace seis años. “Quedé sola con mis hijos”. Ahora se está disfrazando de la Chilindrina, y ellos de Chavo y Kiko. A lo largo de la función serán también payasitos y cavernícolas. “Todos ya nos resignamos a que los leones no participen y nos dedicamos a sacar nuevas producciones”. Faltan pocos minutos para que empiece la función. Ciara ha dejado de brincar y se suma a la modorra impávida de sus hermanos. De cuando en cuando, transeúntes se asoman entre los carteles que bloquean un lado del lote a mirar colmillos gigantescos que emergen en bostezos, no en rugidos.

A pocos metros de Martha, en los ojos de jóvenes bailarinas empiezan a nacer plumas azules de maquillaje. Y Luis Fernando Sereno se dibuja una sonrisa a prueba de sudor que homenajea a su madre. La familia del payaso y malabarista de 28 años también ha girado en torno a la ambulante actividad de entretener al público a la antigua, arriesgándose en vivo y en directo en la pista. A veces hace equilibrio en la cuerda floja, expuesto a un accidente, y otras, hace chistes impúdicos, expuesto al ridículo. “Esto es una cuestión de herencia, es el espectáculo más viejo que puede haber en el mundo”, dice, en tiempos en que YouTube ha puesto a la distancia de un click espectáculos oníricos fabricados en países con tradiciones milenarias.

Su padre, Campo Elías, era payaso en Venadillo, Tolima. Le enseñó a hacer malabares cuando tenía 15 años. “El malabarista que lo acompañaba le quedó mal una vez. Me dijo –moleste con las pelotas, así se gana una platica”. Pero Luis solo se volcó de lleno a la vida circense tras la muerte de su madre, Derly Alié. Ella hacía el acto “de la mujer que cuelga del cuello y la giran”. Sufrió un accidente cuando era joven. Con el tiempo le diagnosticaron un tumor en la cabeza. La operaron. A los 5 años, murió. Desde entonces, el payaso Luis ha formado parte de varias compañías. Hace 4 años que trabaja con Yahir Suárez. La suya es otra forma de vida circense. Es uno de los artistas que se trasladan a las ciudades antes de que llegue el equipo logístico, para conseguir una vivienda cerca del lugar de la instalación final. Una habitación o una casa abandonada “donde pueda meter una colchonetica y un ventilador”.

Luis nunca trabajó con animales y es de los pocos que no parece extrañarlos. Habla de ellos con indiferencia. “El circo no se va a morir. Antes, nos da más fuerza para revivir esto. Nos pone a volar la creatividad. Ahora tenemos que ver cómo vamos a atraer al público”. Enumera los “proyectos” que se pueden ver en grandes dibujos en la fachada de la taquilla: King Kong, el Transformer, etc. Unos velocirraptores desinflados le pasan por la espalda. Otras bailarinas se enfundan trusas ceñidas que parecen emular chimpancés y ratones, cortando sinuosas la luz del atardecer que se filtra por las equinas del telón rojo que separa los bastidores del escenario.
Ellas harán parte del nuevo acto central, como pequeños mamíferos curvilíneos sin miedo a grandes felinos.

Malabares de la vida

El circo Americano nació en 1994 y renació en 1999. “Apenas introduje animales comenzaron a incrementar mis entradas, mis ingresos. Me dio más facilidad para crecer mi circo”, dice Suárez. De un escenario muy pequeño pasó a uno con capacidad para albergar a 500 espectadores, con entradas que cobra a $10.000, $15.000 y $20.000 según la ubicación.

Yahir nació hace 45 años en Sahagún, Córdoba. Él y sus ocho hermanos formaron desde niños un acto de acrobacias y trapecio dirigido por su padre, Rafael Humberto Suárez. Él nunca llegó a tener un circo propio, pero cuatro de sus hijos cumplieron ese sueño. Con el tiempo, Yahir fue aprendiendo todas las facetas de la vida circense: malabarista, domador, administrador, papá. Dos de sus cuatro hijos le siguen sus pasos, otros cursan carreras profesionales. La mayor hace rugir una motocicleta por los aires en el ‘Globo de la muerte’. El menor, Yerry, hace de todo en la función. Con 10 años ya logra acrobacias escalofriantes a 20 metros del piso, camina por la cuerda floja, e incluso lanza chistes malos en escena.

Esta es una de las familias del cordobés que se convirtió en mago y maestro de ceremonias por la fuerza de la Ley que prohibió el más vibrante de sus actos. “Cualquier día me encontraban entrenando con ellos, manoseándolos, limpiándolos. Tenía una jaula de 12 metros a la redonda, por seis metros de alto”, dice. Ya sin disimular la nostalgia, habla de la otra familia que comenzó cuando adoptó a Sonny. Esa de la que se está despidiendo a pedazos.

Con la que tuvo muchos momentos felices y solo un susto, cuando uno de ellos casi le arranca el brazo a un borracho que se metió a jalarle la melena.

Por supuesto, el padre de la manada no nació en cautiverio. Como todo león original nació para ser rey de la selva, no del espectáculo. Sonny, el padrote, llegó a manos de Yahir por azares del destino en un país distorsionado. Sentado en las gradas todavía vacías, él recuerda que llevaba su circo por Carmen de Apicalá, en Melgar, cuando se enteró de que en una hacienda estaban regalando animales. Se acuerda del nombre del dueño, ya fallecido, Jaime Rondón. “En esa época los narcos tenían animales de todo tipo”. Aunque no afirma que Rondón fuera uno, dice que los traficantes de droga eran los únicos con la posibilidad de sostener tigres, rinocerontes, jirafas. “Sus hijos los repartieron todos, otros los sacrificaron. Estaban abandonando la hacienda”.

A partir del éxito de los rugidos de Sonny, Yahir empezó a buscarle una pareja. Unos colegas de un circo ecuatoriano le regalaron a Nala. Sonny ya andaba cansado, pero el hombre ayudó a la procreación con “ciertos trucos”. Dejarlos en el estiércol por seis o siete días, dejarlos revolcarse. Ella atacó con fiereza al envejecido rey, lo mordió. Luego se dejó montar. Tuvieron varias crías, varios partos. En cada ocasión, la leona “desechaba” algunos de los dos o tres cachorros que nacían; concentraba su cuidado en los que, finalmente, conformaron la manada.

Los últimos que sobrevivieron a la ley de la naturaleza son los que fueron “rescatados” por la autoridad ambiental. Paquita, Pevel, Soacha y León XIII están ahora en Napoles, la vieja hacienda del narcotraficante más famoso. Una incompleta y confusa vuelta a donde todo comenzó. Hoy es un parque temático con espacio para animales rehabilitados, pero con cupos limitados.

“Si nos dieron dos años a nosotros, ¿por qué el Gobierno en dos años no adecuó el sitio apto para recibirlos?. Ya ellos sabían cuantos animales había en el país”, reprocha Yahir. Antes de despedirse para prepararse para la primera función de su nueva era, dice que sus leones no son los únicos atrapados en un vacío. Hay otros tirados, igual, en Bucaramanga.

“Ya no hay ni modo atrás”. Se cansó de batallar con los defensores de animales. Habla de cómo debía tramitar papeles en cada pueblo para justificar la tenencia de su manada. Ahora entiende que “la gente no quiere ver animales. La presión fue tan bárbara que llegó la ley. Hay que continuar con otra historia en la vida”, remata Yahir.

Se encienden las luces. La penumbra rodea la pista y lo alerta: es hora de afinar los últimos detalles. Ya afuera hay unas 20 personas agolpadas en la fila, entre los que están Matías y su abuelo. Yahir dice que hoy es más difícil asombrar a un niño, que espera que los circos sean vistos a partir de hoy de otra manera, como un “desarrollo cultural”. Termina con una admonitoria descarga de dura realidad sobre los hijos que está dispuesto a dejar huérfanos: “Ya nosotros no podemos tener esos animales”.

Un minuto después, bromea sobre una de las nuevas atracciones. “Yo aquí presento las únicas focas amaestradas, únicas en su especie”, y señala a dos pequeños bultos que le llegan a los pies. Son los hermanos Gilberto y Charlie Cuero, Tuto y Tutín. Son morenos y no tienen extremidades por un problema congénito, y al parecer no se sienten ofendidos por la broma de su jefe. Sueltan una carcajada y cuentan que recrearán un partido de fútbol en miniatura entre Junior de Barranquilla y Nacional, en que Yahir será el árbitro. Podrán acusarlo ahora de discriminación, pero ya está pasando la página.

El tumulto de público empieza a abrirse paso hacia las graderías, por un pasillo cercado de banderines de colores. Dos payasos de plástico resguardan la entrada a lado y lado, con una sonrisa dispuesta a tragarse toda la basura. La descendencia de Sonny ronca a un lado. A la deriva entre paradojas gubernamentales, animalistas y circenses. Si los animales tienen sentimientos, estos como mínimo deben estar muy aburridos.

Entre los palos y el alambre de púas que rodean el lote no hay monte, solo arenilla amarilla, algunos escombros y vidrios rotos aquí y allá. No hay árboles, pero sí una que otra antena de tv cable amarrada al piso con bloques de cemento. Es fácil notar en este circo caribe reminiscencias a la imagen estereotipada de las planicies africanas. Pero ni siquiera allá encontrarían redención estos animales nacidos en medio de una contradictoria fantasía. Desde que nacieron les extirparon las zarpas, para que el espectáculo pudiera continuar.

Hoy, sin garras, sin shows, estos leones ya no tienen ningún lugar en el mundo. Casi como dinosaurios. Pero extintos en vida.

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