Compartir:

El periodista y compositor Juan Carlos Rueda Gómez falleció la madrugada de este sábado en la clínica Bonadonna de Barranquilla.

El comunicador de 62 años, quien nació en La Fuente (Santander) pero que desde muy niño se vino con su famiia a fijar su residencia en la capital del Atlántico, venía siendo sometido a un tratamiento contra el cáncer.

Durante parte de su carrera periodística Juan Carlos Rueda se destacó como colaborador constante de EL HERALDO en donde publicó escritos e historias sobre el Caribe..

A finales del año pasado, Rueda publicó su libro 'El cazador de historias' donde recopila parte de sus trabajos publicados en esta casa editorial. El prólogo estuvo a cargo del director de EL HERALDO, Marco Schwartz.

1. La aventura de ‘picotear’ en una silla de ruedas

Cuando Teletón Colombia usó el lema 'Ningún ser humano es menos válido que otro', José Meriño Jr. no había nacido, pero cuando perdió la movilidad de sus piernas a los 14 años y quedó reducido a una silla de ruedas a causa de una distrofia muscular progresiva, su mamá, Marlene Cabrera, se la repetía a diario.

A pesar de eso, el jovencito se sumió en una profunda depresión y se negó a seguir estudiando, quedando estacionada su preparación académica en lo que antes se conocía como primero de bachillerato, hoy es sexto grado. Sin embargo, su familia entendió la situación y siempre -dice- estuvo rodeado de amor y de los cuidados necesarios para sobrellevar su enfermedad.

'Lo que más me dolía era no poder jugar fútbol -señala José con un dejo de nostalgia que por instantes borra la sonrisa de su rostro-. Yo era muy buen arquero y soñaba con jugar algún día en mi amado Junior. Ahora me conformo con ir a verlo en el Metropolitano; no me pierdo partido y sufro mucho cuando las cosas no le salen bien al equipo. Me dan ganas de tirarme de la silla de ruedas y meterme a la cancha'.

Luces y sombras

En 2007 tomó la decisión de salir del 'oscuro túnel' en que se encontraba. 'Llegué a la conclusión de que mi familia no me iba mantener de por vida, que no podía seguir como un parásito al que le dan todo. Por eso me matriculé en la jornada nocturna del colegio Distrital Reuven Feuerstein que queda cerca de mi casa, aquí en la Ciudadela 20 de Julio y en 2009 terminé de validar el bachillerato', dice, ahora con su cara iluminada por la alegría pero de inmediato, bruscamente, lo atrapa la telaraña de la tristeza.

'Es que ese mismo año falleció mi mamita en el mes de agosto y fue un golpe muy duro. Casi recaigo en la depresión pero mis hermanos y mi papá me sostuvieron y me ayudaron a seguir adelante. A cada instante recordaba a mi mamá motivándome y aconsejándome para que lograra mis propósitos. Le dediqué el diploma de bachiller como el regalo más preciso que le hubiera podido dar en vida', concluye mientras se alista a prender el picó de su hermano, del que es 'picotero', como prefiere que le llamen, en vez de DJ.

Picoteando por ahí

Es sábado por la tarde y en el barrio Ciudadela 20 de Julio, como en toda Barranquilla, la alegría brota en cada esquina en todas las formas posibles

El hermano mayor de José, Aldo Eduardo Meriño, sargento de la policía nacional, es el dueño del JMB Power Sound y lo acaba de armar con la ayuda de Pedro Luis Munive, el otro 'picotero', para que él se acomode con su silla de ruedas y empiece a programar temas de salsa, folclor, verbena y la que más le gusta: música africana.

Los vecinos apagan sus equipos y empiezan a llegar para la rumba en plena calle, entusiasmados con la energía que Meriño transmite, no solo con lo que sale por los potentes bafles sino con la actitud alegre que manifiesta bailando en su silla de ruedas y tarareando cada canción.

Son muchas las fiestas que ha 'picoteado' y en todas ha llamado la atención del público. Algunas personas se extrañan de ver a una persona en silla de ruedas poniendo a todos a 'echar un pie', como dice Héctor Lavoe. A otras les cuesta un poco hacerse a la idea de que alguien como José Meriño no se amilane por su discapacidad y sea justamente el encargado de hacer bailar a las personas 'normales'.

'Lo que más me llama la atención es ver que hay muchos que van a un baile y se quedan sentados toda la noche mientras yo quisiera estar bailando y brincando, por eso me les acerco y los motivo a que salgan a la pista y para que hagan lo que yo no puedo hacer', dice.

José cree que lo bueno de su trabajo es que, como no consume licor, se goza doblemente la fiesta poniendo música 'viendo la película' de los que sí beben, lo cual le permite analizar su comportamiento, a veces entusiasta, otras ridículo y hasta desagradable cuando se emborrachan.

La vida de José Meriño no se limita al oficio de 'picotero'

Hace dos años hizo un curso de servicio al cliente en el Sena y otro de manipulación de alimentos en la Secretaría de Salud distrital pero a pesar de que llevó su hoja de vida a varias empresas, no lo han llamado para una entrevista laboral.

Desde hace año y medio está estudiando Salud Ocupacional en una fundación que le otorgó una beca y lo tiene como uno de sus mejores alumnos. Mauricio Castro, representante legal de la institución, dice que es un privilegio tener a José entre sus estudiantes porque es el que siempre lleva la delantera, el que motiva a sus compañeros a hacer las cosas bien.

'Aunque debe atravesar la ciudad en silla de ruedas utilizando el sistema Transmetro, es el primero en llegar a clases. Es un gran ejemplo a seguir. Su deseo de superación lo va a llevar muy lejos', dice Castro.

Su gran sueño

Además de sentirse laboralmente activo en cualquiera de los campos en que se ha capacitado, Meriño tiene otro gran sueño que espera hacer realidad pronto: una silla de ruedas deportiva.

'Uno de mis grandes anhelos es jugar basquetbol o volibol y llegar a competir siquiera en unos juegos nacionales. Sé que es difícil pero no imposible. Así como la familia Avendaño me ayudó con la silla motorizada que tengo ahora, estoy seguro que alguien me va a apoyar para conseguir la que necesito para salir a una cancha a demostrar mis dotes deportivas. Eso me haría muy feliz', dice con una sonrisa que desborda esperanza y optimismo, y como repitiendo la frase que le repetía a diario su mamá: 'Ningún ser humano es menos válido que otro'.

Finalmente, dice, como en secreto: 'esta noche voy con un combo de amigos pa' La Troja. Voy a bailar hasta que se me desarme la silla. Nos vemos allá'. Y remata con una pregunta: ¿Discapacidad...qué es eso?

2. '¿Con ese flacuchento es que vamos a tumbar a Oñate y a los Zuleta?'

El compositor momposino Antonio del Villar no podía creer lo que el arrogante ejecutivo de Codiscos le estaba diciendo. Acababa de presentarle a un joven cantante de veinte años, que, acompañado de acordeón, caja, guacharaca y un corista, había cantado tres canciones.

Uno de los temas interpretados con voz diáfana y brillante era Cariñito de mi vida, de la autoría de un desconocido llamado Diomedes Díaz.

Era nadie menos que Rafael José Orozco Maestre, un melenudo soñador que se había dejado contagiar por el espíritu aventurero del acordeonista Emilio Oviedo Corrales, y con sus maletas llenas de ilusiones habían llegado a la fría capital buscando una oportunidad para grabar. Les acompañaban el cajero Augusto Guerra, Guerrita; el guacharaquero Juan López, Maduro y el corista Daniel Parodi.

Le ‘habían caído sin avisar’ al apartamento de Antonio, buscando posada porque no tenían con qué pagar el hospedaje en ningún hotel y les tocó dormir en el gélido suelo bogotano, apenas protegidos por unas cobijas de lana que Del Villar les facilitó.

Corría el mes de julio de 1974. Se habían conocido en abril de ese año en pleno Festival Vallenato cuando el compositor Alonso Fernández Oñate, entonces Secretario de Gobierno del departamento del Cesar, llevó a Antonio a casa de Oviedo en el barrio Sicarare para que evaluara a Emilio y Rafael, a quienes Fernández consideraba lo suficientemente buenos como para grabarles una producción.

'Quedé impresionado con la brillantez de su voz, dice Del Villar, ahora dedicado a su ministerio musical evangélico Mi amado Jesús, en Bogotá.

Lo visioné como una alternativa seria frente a las voces que dominaban el mercado de la música vallenata. No tenía el vozarrón de Jorge Oñate ni el timbre de Poncho Zuleta, pero había algo en él que encantaba, además de que estaba muy acoplado con el acordeón de Oviedo, quien para entonces ya era un veterano.

Yo había llegado a Valledupar enviado por Codiscos a negociar canciones inéditas de compositores vallenatos y guajiros para Prodemus, la editora de la compañía. No fui a buscar cantantes ni acordeonistas, pero ante la insistencia de Alonso Fernández, acepté hacerles una audición. Allí le di a Emilio la dirección de mi apartamento en Bogotá y les prometí que gestionaría una grabación con la empresa disquera'.

Desde San Andrés Islas, donde se encuentra de vacaciones con su esposa Laudith celebrando sus 69 años de nacido, cumplidos el 30 de mayo, Emilio Oviedo corrobora la historia de Del Villar.

Me robaron el acordeón

'Antonio nos felicitó y nos prometió ayudarnos a conseguir una grabación. En el mes de julio de ese año se nos presentó la oportunidad de viajar a Honda, Tolima, invitados por dos amigos, primos entre sí y homónimos, Armando Pimienta Córdoba y Armando Pimienta Cotes, para tocar en el cumpleaños de la novia de uno de ellos. Nos fuimos en avión hasta Bogotá y de ahí por tierra hacia Honda.

Recuerdo que paramos para almorzar en Guaduas, y mientras lo hacíamos me robaron de la camioneta el acordeón que me habían prestado en la Casa de la Cultura de Valledupar. Todos estábamos indignados menos Rafael, que siempre se burlaba de esas situaciones y empezó a mamarme gallo.

Mi reacción fue darle cocotazos y amenazarlo con que lo iba a echar del conjunto y lo iba a devolver en un camión. De la risa pasó al llanto pidiendo perdón, pero lo volví a cocotear y lo seguí regañando diciéndole que me respetara, que yo era 11 años mayor que él.

En verdad yo no pensaba dejarlo tirado, continúa recordando Emilio, solo quería darle una lección, así que seguí regañándolo.

Decidimos continuar el viaje con la esperanza de conseguir un acordeón prestado en Honda, cosa poco probable porque en esa época no había conjuntos vallenatos en el interior del país. Pero contamos con suerte y hallamos uno.

Empezamos a tocar, pero yo era el único que cantaba. Rafael me miraba con ojos llorosos suplicando que le diera un chance, pero yo no daba mi brazo a torcer. Hasta que cedí a sus ruegos y empecé a tocar Cariñito de mi vida.

Esa fue la manera de hacerle saber que estaba perdonada su falta porque él era el único que se sabía la canción, que un año atrás le había dado Diomedes Díaz para que participara en un festival que se realizó en el Colegio Nacional Loperena, en el que salió ganador.

Cuando regresábamos a Bogotá me acordé de la promesa de Antonio del Villar y le caímos a su apartamento para que nos alojara mientras gestionábamos alguna grabación. Como era un lugar tan pequeño, nos tocó acomodarnos en la sala, durmiendo en el suelo, pero cuando uno tiene fe en lo que hace, esas cosas no le importan. Por el contrario, lo motivan más para seguir buscando las metas. Recuerdo que Antonio salió temprano al día siguiente y regresó con varias libras de mondongo, yuca, plátano y verduras, y entre todos nos pusimos a preparar el almuerzo'.

El mondongo se encogió. 'Pusimos todos los ingredientes en una olla de presión y nos dispusimos a esperar', cuenta Del Villar.

Mientras tanto le hicimos un repaso a las canciones que le presentaríamos a las 2 de la tarde al ejecutivo de Codiscos. Cuando la olla pitó y la destapé, Oviedo quedó perplejo al ver la sopa, y solo atinó a decir: Toño, el mondongo se encogió, esa vaina no va a alcanzar para todos, no se ven las presas… tocará apretar con bastante arroz. Así lo hicimos, y justo cuando terminábamos llegó nuestro flamante invitado, quien de entrada puso mala cara al ver el aspecto de Rafael, que tenía el cabello bastante largo y embadurnado de brillantina. Usaba una camisa de colorines y un pantalón bota ancha sostenido por una correa de hebilla metálica muy grande.

A diferencia de Oviedo y los demás miembros del conjunto, Orozco se veía no solo desaliñado sino estrafalario, además de que se dejaba el bigote y una barbita de chivo que no le favorecían nada.

El conjunto se ubicó en el patio y allí empezaron a tocar. Cuando terminamos la tercera canción, Cariñito de mi vida, el disquero paisa me tomó del brazo y me llevó hacia adentro. Una vez allí, me dijo: –Hombre, Toño, ¿vos qué pensás de la vida?, ¿vos sos sordo o qué?, gran pendejo… ¿con ese langaruto flacuchento, que parece un espantapájaros es que vamos a tumbar a Jorge Oñate y a los Hermanos Zuleta?

Y con las mismas se fue sin siquiera despedirse de los artistas en quienes había puesto todas mis esperanzas como productor. A raíz de eso, llamé al doctor Álvaro Arango, gerente general de Codiscos, y le hablé de las cualidades de Oviedo y Orozco, expresándole mi malestar por el trato desobligante que me había dado su ejecutivo de Bogotá.

Como no obtuve respuesta y mucho menos algún respaldo, envié una carta de protesta y me desvinculé de la empresa. A los pocos días me fui a Cuba a una gira con Arnulfo Briceño, Eliana y otros artistas de la llamada música protesta, pero antes hice contacto con Santander Díaz, el compositor costeño y entonces productor de la disquera CBS, que estaba cosechando grandes éxitos con Claudia de Colombia, pero, aunque expresó muy buenas opiniones sobre Rafael y Emilio, nos dijo que en esos momentos no necesitaban más artistas vallenatos ya que estaban dominando el mercado con Jorge Oñate y los Hermanos López y los Hermanos Zuleta.

Al regresar a Colombia, unos meses después, me encuentro con la sorpresa de que los vallenatos de moda eran Rafael Orozco y Emilio Oviedo. Y me quedé con la frustración de ser su primer productor pero con la satisfacción de ser quien primero creyó en ellos y les gestionó una grabación'.

La papa más sabrosa que me he comido la saqué de la basura. 'En medio de la frustración, y apenado con nosotros, Antonio del Villar nos llevó al CPB, Círculo de Periodistas de Bogotá, y nos presentó con su presidente, Félix Marín Mejía, gran amigo de él, recuerda Oviedo.

Le dijo que nos dejara tocar por un precio bajo, pero no tenían presupuesto y lo único que conseguimos fue que nos dieran una cena para cada uno a cambio de una tanda de canciones.

Así estuvimos durante una semana, sobreviviendo con una sola comida diaria. Uno de esos días íbamos por una calle del centro, como a las dos de la tarde y de pronto vi en una caneca de basura una papa cocida grandísima, como nunca la había visto.

Me pareció increíble que la hubieran botado. La saqué con mucho cuidado, la limpié y la olí. Comprobé que estaba bien y la devoramos entre Rafa, Guerrita, López, Parodi y yo. Nunca más he comido una papa tan sabrosa. Es que el hambre es cosa seria, mi hermano'. ¡Toquen, toquen… pa’ que salgan en la televisión!

'Al día siguiente íbamos con Antonio a ver si conseguíamos un contrato en la taberna de un amigo suyo. De pronto nos vimos en medio de un desfile de reinas y actores de la televisión y él nos dijo: eso es por la inauguración de la Feria Internacional, lo están transmitiendo, vean las cámaras…toquen, toquen pa’ que los enfoquen.

Enseguida sacamos los instrumentos y nos pusimos a tocar en plena calle. Así fue como salimos por primera vez en la televisión sin siquiera estar buscándolo. Solo aguantamos 8 días en Bogotá y nos regresamos a Valledupar. A los pocos días apareció en mi casa Álvaro Arango, a quien El Turco Gil le había dado mi dirección. Allí arreglamos la grabación del primer disco por $4.500 para Rafa y para mí, es decir, $2.250 para cada uno.

De allí salió el exitazo Cariñito de mi vida. Fue tan grande el suceso que, sin pedirlo nosotros, nos hicieron un contrato con sueldo mensual de $10 mil pesos. En ese mismo viaje a Medellín le hice la primera producción, con mi conjunto, a Diomedes Díaz, a quien recomendé para grabar con Náfer Durán, rey vallenato de ese año, que ya estaba firmado por Codiscos pero no tenía cantante. Lo demás es historia patria', concluye Oviedo.

3. El árbol de San Marcos, un equívoco monumental

A lo lejos parece una loma o colina que destaca en la inmensa planicie donde está enclavado el municipio de San Marcos, Sucre.

Es el primer equívoco que surge, pero se desmiente rápidamente porque al acercarse empieza a configurarse su majestuosidad vegetal, que supera los treinta metros de altura, con ochenta y dos de diámetro y doscientos cincuenta y tres de circunferencia, que permitiría albergar a más de cuatrocientas personas bajo su frondoso follaje.

Un árbol con nombre de garza

El segundo error se les induce a los numerosos visitantes que diariamente llegan a conocerlo, con el cartel pintado a mano y colgado en una cerca de alambre de púas a la entrada de la finca donde está ubicado, el cual reza: 'Árbol Guacarí - $1.000 la entrada'. Ese nombre surgió de una apreciación errónea que la gente se encargó de divulgar porque alguien dijo que este hermoso e imponente árbol es el que aparece en la moneda de $500, emitida por el Banco de la República en 1993. Pero en realidad, la imagen de la moneda es un grabado del artista caldense David Manzur, en homenaje al samán ubicado en el municipio de Guacarí, Valle.

Eso ha hecho que se divulgue mucha información con un nombre falso para un árbol verdadero, lo cual se puede comprobar al hacer una búsqueda en internet, donde aparecen muchos resultados refiriéndose al árbol de San Marcos, Sucre, como el 'Árbol de Guacarí'. Textos, fotos y videos se han confabulado para propagar una denominación falsa. Es más, no existe ninguna especie vegetal llamada guacarí, que realmente es el nombre indígena de una garza y de una princesa aborigen del occidente colombiano.

Llama la atención que muchos han incurrido en el error sin detenerse a comprobar la veracidad de lo que es un infundio, y han tomado el vocablo 'Guacarí' para nombrar almacenes, discotecas y hasta una institución prestadora de salud.

Como si fuera poco, el equívoco ya traspasó las fronteras de la realidad para entrar al mundo de la ficción. El Festival Internacional de Cine de Montería, que ya lleva cuatro ediciones, entrega un premio denominado ¡Árbol de Guacarí!...representado en una estatuilla del árbol de San Marcos.

Cuando el escritor y cineasta Juan Carlos Ensuncho De La Bárcena, nacido en San Marcos, le contó la verdad a al actor vallecaucano Jorge Herrera, este respondió: 'No hay necesidad de cambiarle el nombre al premio porque no exista el guacarí, al fin y al cabo es el premio de un festival de cine, es ficción'.

No es un solo árbol, son seis en uno solo

Ensuncho De La Bárcena, quien ha realizado numerosos cortometrajes y documentales y se autodefine como cineasta rural, ha emprendido una campaña a través de diversos medios para contar la verdad sobre el que los sanmarqueros consideran 'El árbol más hermoso del mundo'.

'Mis primeros pasos van encaminados a que mis paisanos tomen conciencia de la importancia de este monumento natural, que definitivamente debe llamarse 'El caucho de San Marcos' y no 'Árbol de Guacarí', y que desde su origen tomó un rumbo distinto al que se propuso el dueño de la finca Alejandría –ubicada en el kilómetro 38 de la carretera que lleva de El Viajano a San Marcos, donde está plantado–, don Gamaliel Carriazo, quien en noviembre de 1964 le pidió a Rafael Suárez, uno de sus trabajadores, plantar un árbol de iguá o cedro amarillo, especie maderable muy frondosa, para darle sombra a una pequeña laguna destinada a su cría de patos.

En el lugar donde obtuvieron la plántula de iguá, acababan de podar un árbol de caucho y don Gamaliel decidió traer seis puntales para hacerle una especie de corral o cerco con el fin de evitar que las vacas y los carneros se la comieran. Pues bien, continúa Ensuncho De La Bárcena, cuando la mata de iguá empezó a crecer también lo hicieron los puntales de caucho, pero estos, por ser más grandes, terminaron arropando y absorbiendo, devorando realmente al arbolito que debían proteger'.

Las razones de este fenómeno las explica el ingeniero forestal de Corpomojana Giovanni Delgado, quien cuenta que luego de varios estudios llegaron a la conclusión que es una planta del género Ficus, especie: Ficus Áurea; reino: Plantae; orden: Rosales; nombre común: Higo o caucho, este último por el látex que emana cuando se le hace algún corte.

Además es una planta parásita, es decir, se aprovecha de otra para alimentarse y acaba devorando a la benefactora. Tal vez los puntales de caucho, una vez devoraron la mata de iguá, se trenzaron en una lucha caníbal y terminaron fortaleciéndose unos a otros hasta que por fin decidieron integrarse en un solo tronco que adquirió la monumentalidad que ostenta hoy.

Corpomojana está en conversaciones con los actuales dueños del predio para elevar este árbol a una categoría especial y brindarle los cuidados necesarios para que perdure y se oficialice lo que ya han decidido los habitantes de este municipio, puerta de entrada a la región de La Mojana: este es el 'Árbol emblemático de San Marcos'.

Magia palpable bajo sus ramas

Lo que sí es absolutamente cierto es la imponente belleza de esta maravilla de la naturaleza. A medida que uno se va acercando a esa mole vegetal se tiene la sensación del propio empequeñecimiento hasta sentirse minúsculo, diminuto, casi insignificante ante este gigante.

Tiene una especie de entrada natural que semeja la de una caverna, pero al trasponerla se tiene la impresión de estar ingresando a una catedral diseñada por el arquitecto catalán Antonio Gaudí.

Las formas caprichosas que el tiempo le ha ido dando a las ramas simulan inmensos brazos que se abren para acoger al visitante, pero se sabe de personas que salieron corriendo, sobrecogidas, impresionadas con la idea de que esas extremidades gigantes terminarían aprisionándolas e impidiéndoles salir.

Es imposible para el ojo humano codificar y almacenar ordenadamente en la memoria la multiplicidad de figuras que se han formado caprichosamente al entrecruzarse las ramificaciones del follaje. A medida que se avanza hacia el tronco central se toma conciencia de estar en un recinto sagrado, con atmósfera y temperatura únicas, diferentes, de gratificante frescura, muy distintas a las que hay en el exterior de esta nave a la que ingresan muy pocos rayos del quemante sol sabanero.

Tiene la acústica de un teatro, y la mejor manera de notarla es manteniéndose en silencio para percibir el canto amplificado de los pájaros en una dimensión sonora solo comparable con un concierto de flautas en una sala musical.

Es difícil no querer quedarse allí por siempre para seguir disfrutando esa placentera sensación de paz y tranquilidad que lo desconecta a uno de toda la carga de preocupaciones o angustias que pudieran haber poblado nuestro cerebro unos minutos antes.

Cuando el visitante se recupera del sobrecogimiento y empieza a caminar alrededor del tronco principal, de más de quince metros de circunferencia, se aprecian cientos de raíces aéreas que empiezan a brotar de las ramas junto a otras más largas que se van acercando al suelo y muchas que ya llegaron a la tierra, se convirtieron en nuevos troncos que actúan como muletas para sostener la gigantesca estructura vegetal y se asemejan a las estalactitas de las grandes cuevas.

El misterioso pavo guardián

De pronto aparece un gran pavo real que expande un plumaje multicolor, iridiscente, casi enceguecedor. Dicen que es el guardián del árbol. Al notar la presencia humana se evade por entre la intricada maraña y ya no se le ve más, dejándonos con el deseo de tomarle una fotografía.

De pronto reaparece por pocos segundos y nuevamente nos hace fallar en el intento de perpetuar su imagen. Cuando surgió por tercera vez de entre el laberinto de raíces… ¡la bendita cámara estaba descargada!

Al dar por terminada nuestra visita se derrumba el último mito sobre ‘El caucho de San Marcos’. Ese que cuenta que nunca se ha podido reproducir, ni por semillas ni por puntales. Heidy López, encargada de cobrar la entrada a los visitantes, nos ofrece por dos mil pesos una plántula recién nacida de una semilla de este árbol mítico, que ha germinado en una botella plástica de gaseosa. 'Pero tiene que sembrarla al lado de otra mata para que se pegue de ella y pueda crecer, si no, se muere', termina diciendo como última recomendación.

Prólogo del libro ‘Cazador de historias’

El título de este volumen de excelentes crónicas no pudo ser más acertado: el autor, Juan Carlos Rueda Gómez, es un cazador de historias en el sentido más puro de la expresión. Cuando uno recorre los 25 textos que componen el libro, resulta inevitable imaginarse al autor en una expedición fabulosa por la geografía de la Costa, bolígrafo, libreta y cámara en ristre, en busca de presas informativas extraordinarias que le permitan saciar su hambre de periodista de raza.

Leer Cazador de historias es recordar que el periodismo de verdad –ese que se ejerce ‹patoneando› infatigablemente los lugares más insospechados, escuchando a la gente, preguntándolo todo con curiosidad infantil y contando después las cosas con una prosa limpia y poderosa– sigue rebosante de buena salud. Cada una de las crónicas que componen el libro da fe del buen hacer profesional de Juan Carlos Rueda Gómez, de su compromiso por preservar la memoria de nuestra Región Caribe, de su empatía sin límites con los personajes que se cruzan en su camino, de la laboriosidad artesanal con que teje sus narraciones. Todo lo cual constituye una rareza admirable en estos tiempos líquidos, como los definiera Zygmunt Bauman, en los que prima la banalidad, la pereza intelectual, la falta de interés hacia los semejantes y el creciente desconocimiento por parte de las nuevas generaciones de esa herramienta maravillosa de comunicación denominada lenguaje.

Hay en el libro de Rueda Gómez curiosos relatos sobre músicos, en particular sobre estrellas del vallenato como Diomedes Díaz o Rafael Orozco y Leandro Díaz, lo cual no sorprende a quienes conocemos la estrecha relación que el autor ha mantenido con el universo de la música popular caribe. Pero Cazador de historias toca muchos otros registros, lo que confiere a la obra una diversidad temática que la hace especialmente atractiva.

En «Barranquilla se llenó de ‹Loros», por ejemplo, se narra el II Encuentro Nacional e Internacional de unos particulares loros que «no son de los que comen semillas ni depredan cultivos, sino que prefieren comer mute, pepitoria, chivo asado y carne oreada». Se trata de la nutrida descendencia de don Pedro Antonio Gómez, un patricio a quien en su día apodaron ‹Loro› por su torrencial locuacidad y cuyo mote ha pasado a su estirpe a modo de apellido hasta el sol de hoy.

En «El árbol de San Marcos, Sucre: un equívoco monumental», cuenta la historia extraordinaria de un árbol que «desde lo lejos parece una loma o un cerro» y que en realidad es una unión de seis gigantes botánicos que se han entrelazado durante años hasta formar un portento vegetal capaz de acoger bajo su fronda a 400 personas. Por sus páginas desfilan también personajes singulares como José Manjarrez, el ‹lustrador ilustrado e ilustrador› que embola y arregla zapatos en un recodo del parque Surí Salcedo mientras cautiva a la clientela con su sabiduría de autodidacta. O se desvelan, entre chispeantes anécdotas, misterios como el origen de buena parte de los tenderos de Barranquilla, quienes proceden de un corregimiento del municipio santandereano de Zapatoca, llamado La Fuente.

Mención aparte merecen las conmovedoras semblanzas que Rueda Gómez hace de dos personajes inolvidables, ya fallecidos, con los que mantuvo una privilegiada amistad: David Sánchez Juliao y Ernesto McCausland. En el primer caso, construye un inteligente relato utilizando la narrativa oral de los personajes de ficción del escritor de Lorica. En el segundo, recuerda, entre otras cosas, una lección de periodismo que recibió de McCausland, poco después de que este lo designara «corresponsal de EL HERALDO en Macondo» (Fundación, Aracataca y sus alrededores). «Fue el regaño más grande de mi vida. Me lo diste a dos voces con Ricardo Rocha, entonces Jefe de Redacción del periódico. ‹¿Cómo es posible que nunca le hicieras un reportaje a la ‘Madame francesa’, la mujer que inspiró a García Márquez para crear el personaje de la abuela desalmada? La tenías ahí, en Aracataca, en el patio de tu casa. Ahora se acaba de morir y no hay nada que hacer›. Y tenían razón. Me dormí», relata el autor.

Es posible que Juan Carlos Rueda, entonces un jovencísimo aprendiz del oficio, se hubiera descuidado en aquella ocasión. Pero estamos convencidos de que, desde entonces, nunca más ha vuelto a cerrar los dos ojos al mismo tiempo, lo que le ha permitido desarrollar ese talento envidiable que tiene para cazar buenas historias, como las que compone este más que recomendable libro.