Juan Carlos Henao es mucho más que un rector con una especialización, una maestría y un doctorado en universidades de Francia. Es, además, un exmagistrado de la Corte Constitucional, responsable del histórico fallo que reconoció que las parejas del mismo sexo constituyen familia y que exhibió un talante liberal, garantista y secular alrededor de temas tan sensibles como el aborto, la dosis personal y la separación de la Iglesia y el Estado.
Le propuse un diálogo en torno al 'Estado de Excepción' o la supresión temporal o definitiva del orden jurídico. Aquel que justamente se establece para asegurar la estabilidad y permanencia de ese mismo orden jurídico.
Henao aceptó con humildad ese diálogo, no sin antes proclamar que no es 'experto' en el tema y anunciar que acudiría a conversaciones previas sobre el cuestionario sugerido con el profesor de Filosofía del Derecho Gonzalo Ramírez.
Un trabajo como este indaga, entre muchas cosas, sobre la posibilidad de que unos temas problemáticos puedan ser intervenidos desde el periodismo sin mayores riesgos ni contingencias.
Aunque para Henao el estado de excepción no es la regla, sino la respuesta a situaciones límites excepcionales, los autores citados parecerían temer que el tema permanece en el corazón de la política contemporánea. El estado de excepción no sería entonces una aberración esporádica e inaceptable –por ejemplo la Shoah– sino algo que se repite en múltiples formas e intensidades ( '….el emigrante sin papeles, sin estatus, sin identidad jurídica, está fuera de la ley, habita un vacío jurídico en el que la vida no cuenta').
Pregunta: Se puede tener la impresión de que la filosofía política y la filosofía de la historia contemporánea están asediadas y obsedidas por el ‘estado de excepción’ que Walter Benjamin creía, desde la tradición de los oprimidos, 'era la regla'. Carl Schmitt, quien es algo más que su cercanía al nazismo, proclama que 'soberano es quien decide el estado de excepción'. Si añadimos a la lista al filósofo italiano Agamben, a Foucault y su biopolítica, y a Arendt, tal vez no sea exagerado concluir que lo más lúcido del pensamiento político occidental piensa que la continuidad del ordenamiento jurídico solo se logra suspendiéndolo o violándolo. ¿Usted comparte esta desolada impresión?
Pregunta: Voy a insistir en los contenidos de la pregunta anterior, un poco con la intención de que usted se prodigue y abunde. Agamben, quien con Benjamin cree que el estado de excepción no es un accidente del sistema jurídico liberal-capitalista, sino su fundamento, asegura que el campo de concentración es el paradigma oculto de la modernidad. Aceptar esta proclama equivale a suponer la política fuera de la ley; aceptar que ya no es posible agenciar proyectos emancipatorios y resignarse a que el absolutismo parece blando solo porque ya no busca la dominación despótica, sino la producción de seres humanos superfluos. Insisto: ¿es de ese tamaño nuestra catástrofe?
Pregunta: Está claro que desde los tiempos del imperio la excepción es la regla, al menos desde el punto de vista del habitante de sus dominios. Y por supuesto los argumentos analizados hasta aquí aparecen adecuados para articular con el Holocausto. También los bombardeos contra la población civil durante la Segunda Guerra Mundial. Y, claro, Hiroshima. Pero también las guerras contra el 'eje del mal' emprendidas por Bush, la ominosa cárcel de Abu Ghraib y los prisioneros de Guantánamo. ¿Habría otra manera de comprender y justificar todo ese horrorismo de nuestros tiempos?
R. Benjamín fue un ejemplo de lo que podía ser el escepticismo de la época de entreguerras. Su mismo suicidio en Port – Bou, harto de huir de la persecución hacia los judíos, evidencia esa decepción con el mundo. Otro ejemplo parecido fue el escritor Stefan Zweig, que a pesar de lograr huir a Brasil y establecerse en Petrópolis, decidió también acabar con su vida para escapar de esta catástrofe. La idea de un capitalismo globalizado, que parece que lo devora todo con el consumismo y la depredación, confirma una nueva crisis de la humanidad. Nunca se acabó la historia como había predicho Fukuyama a comienzos de este Milenio y las guerras y contiendas continúan, ya sea por razones religiosas, económicas o por circunstancias de dominación y poder. Sin embargo, y a pesar de esto pienso que el ser humano no debe renunciar a creer en la esperanza de algo mejor. Las nuevas generaciones deben ser conscientes de su historia para poder resolver los retos de la intolerancia, el odio, la segregación. No sirve de nada la apatía, pienso que para esto hay que tener una filosofía menos sombría, creer que el ser humano, a pesar de todos sus defectos, todavía tiene la capacidad de superar sus miserias. Queda mucho por hacer, pero no se debe caer en un escepticismo que nos derrote sin al menos dar la batalla. Si no fuera este el pensamiento, ¿para qué pensar en un proceso de paz? ¿Para qué pensar que las generaciones futuras tienen el derecho de vivir de una manera más digna e igualitaria? Creo que hay muchos países que nos pueden dar esa seña de optimismo.
Pregunta: Inadvertidamente (bueno, supongo hay quien más perspicaz que yo lo advirtiera con oportunidad), hemos regresado a la teología política. Con Schmitt es fácil: así se llama su obra principal. Lo es de alguna manera, también, con Benjamin y el Mesías irrumpiendo su excepcionalidad en la historia. No es muy difícil rastrear las claves de esa teología en Agamben, quien, como Pablo, ve en Jesús el cumplimiento de la ley mediante su suspensión absoluta. ¿Cuál, dadas estas circunstancias, es la nueva relevancia política de la religión? ¿No bastó con la secularización?
Pregunta: Finalmente, ¿cómo le sienta ese excepcionalismo a Colombia? ¿Cómo articularlo con nuestros incesantes ‘estados de sitio’ del pasado reciente, con nuestras emergencias económicas, con nuestros conflictos armados, con las ejecuciones de los llamados falsos positivos, con la exclusión social y las ciudadanías empobrecidas?


















