Edwin Manuel Suárez no es paramédico ni conductor de una ambulancia oficial. Es un barranquillero de la calle que, desde un coche que le regaló su madre, improvisó lo que muchos llamaron —entre la urgencia del momento— una “ambulancia de ocasión”: un bicicoche con el que, la tarde del 23 de septiembre, ayudó a trasladar a personas afectadas por el consumo de una bebida adulterada en el sector de El Boliche, en el centro de Barranquilla. La tragedia que empezó aquel día se convirtió en una crisis sanitaria que ha dejado múltiples muertos y varios hospitalizados.
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Edwin habla con la voz de quien hace algo cotidiano pero esencial. “Yo lo hago de corazón”, dice cuando le preguntan por qué carga a quienes encuentra desplomados en la calle: “Si veo a alguien tirado, que no reacciona, yo lo recojo y lo traigo. No puedo dejarlo morir ahí”, asegura. En su relato aparece la imagen de quienes rescató: personas convulsionando “con espuma y sangre en la boca”.

Desde su coche, que sin querer terminó transformándose en una ambulancia improvisada, llevó a dos personas ese día: una joven identificada por él como ‘Geo’ y otro hombre del que no supo dar más datos. “La muchacha, Geo, murió; el otro permanece hospitalizado”, precisó el propio Edwin.
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Mientras las brigadas médicas y ambulancias institucionales trataban de ordenar el desastre, Edwin usó lo que tenía: su experiencia de seis años conduciendo ese vehículo callejero y la determinación de quien ha visto la calle desde adentro: “Este coche es mejor que una ambulancia”, señaló entre risas.
Sin embargo, su labor y la de su ‘biciambulancia’ no terminó allí. Después de auxiliar a los afectados, se ofreció para llevar al padre de un joven identificado por las autoridades como Henry González, de 22 años —quien no fue trasladado por Edwin— para que pudiera ver a su hijo, que se encuentra en UCI del Nuevo Hospital General de Barranquilla.
“Yo conozco a la familia de hace años, viven en la calle. Lo único que pude hacer fue ayudar a que estuvieran cerca de él”, dice.

Sobre esas carreras silenciosas, Edwin lo resume sencillo: “Yo al papá de Henry lo he traído dos veces y no le he cobrado nada, porque es para que vea al hijo”. Lo dice como quien explica lo obvio, mientras acomoda las riendas de un coche que, en cuestión de horas, dejó de ser herramienta de trabajo para convertirse en transporte hacia la sala de cuidados intensivos.
Esa solidaridad, añade, también tiene un motivo personal: un hermano suyo vive en condición de calle. “Yo también tengo un hermano en la calle”, contó, al explicar por qué nunca duda en tender la mano cuando otros miran de lejos.
¿Qué pasó en El Boliche?
La alarma en El Boliche, centro de Barranquilla, se encendió el 23 de septiembre por la tarde, cuando varias personas que consumieron una bebida artesanal comenzaron a presentar síntomas severos: vómitos, convulsiones, dificultad respiratoria y, en muchos casos, espuma en la boca.
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En las horas siguientes los afectados llegaron a centros asistenciales de la ciudad; la cifra de muertos y heridos aumentó con rapidez: inicialmente se reportaron “algunos” muertos, luego 9, con el pasar de las horas se informó de uno más y, para el cierre de esta edición, se manejaba una cifra de al menos 11. Las pruebas preliminares de las autoridades confirmaron que la sustancia ingerida era un alcohol adulterado —metanol o “alcohol de madera”—, lo que explicaría la gravedad rápida de los casos. Las autoridades locales activaron un Puesto de Mando Unificado para coordinar la respuesta.
En la confusión de la tarde, entre quienes corrían con camillas improvisadas y quienes llevaban a familiares al hospital, los “bicicoches” como el de Edwin jugaron un papel práctico: trasladar cuerpos y enfermos cuando una ambulancia oficial no llegaba o la espera podía costar una vida.
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En diálogo con EL HERALDO, Edwin también reveló detalles que ayudan a entender la dinámica que condujo a la tragedia: botellas sin etiqueta vendidas a precios muy bajos, expendio al menudeo en la calle, e incluso relatos de botellas con residuos o insectos que no fueron advertidos.
“Ese día llegó un señor con una botellita y tenía patitas de cucarachas. Normalmente, esas botellitas de ron valen dos mil, mil… hasta tres mil o cuatro mil pesos. También lo venden al menudeo, hasta por cien o doscientos pesos", contó Edwin.

Él asegura que el día de los hechos vio personas tiradas y creyó, al principio, que se trataba de una intoxicación por comida; solo después supo que se trataba de las víctimas que había dejado el consumo de licor adulterado. “Ese día me encontré al señor ahí tirado y dijeron que era una comida que estaban dando, pero resulta que no era la comida, sino el ron”.
Ese mismo panorama de expendios informales y botellas adulteradas está en la mira de las autoridades. La Policía y la Fiscalía han realizado allanamientos y decomisos en diferentes puntos de venta —operativos que continúan hasta el día de hoy— para intentar rastrear el origen del licor.
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Mientras tanto, Edwin sigue en las calles con su bicicoche. Cuando se le pregunta si continuará ayudando, responde sin titubeos: “Lo seguiré haciendo de corazón”. También admitió que, en ocasiones, había probado esas mismas bebidas baratas, pero aseguró que no volverá a hacerlo: “Eso es muy malo, ya no tomo más. Mejor que paren eso ya”.
Por esto mismo, reconoce, además, que la tragedia le dejó un miedo difícil de borrar. “Muchos han prometido dejar de beber; otros no tendrán esa elección”, comenta finalmente, refiriéndose a quienes, en el sector, consumen estas bebidas sin medir el riesgo que pueden representar para su salud.