La selección Colombia visitaba a Venezuela en la última jornada de la Eliminatoria Sudamericana al Mundial 2026, ya clasificada, pero aún con el hambre intacta. El equipo estaba más liberado por haber conseguido el objetivo. Incluso Néstor Lorenzo había avisado que esperaba ver un equipo más abierto y con la tranquilidad de cara al gol.
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En medio de ese escenario, Suárez escribió una página imborrable: cuatro goles, un póker que no solo selló una goleada por 6-3, sino que lo catapultó de manera fulminante al corazón del fútbol colombiano.
No fue una actuación fortuita. El primero llegó como una descarga: desmarque inteligente, control firme y definición cruzada, imposible para el portero. El segundo fue un reflejo de oportunismo, anticipando una pelota suelta dentro del área con el olfato de quien huele el gol antes de que suceda. Para el tercero, mostró temple y precisión; un remate desde el borde que besó el poste antes de besar la red. Y el cuarto fue la culminación de su noche mágica: un contragolpe letal, una carrera a toda velocidad, y un remate seco que cerró su obra con autoridad.
Nadie en la historia de la selección Colombia había marcado cuatro goles en un solo partido oficial. El samario Luis Javier Suárez lo hizo en su séptimo partido con la camiseta tricolor. Sin aspavientos, sin anuncios. Simplemente apareció cuando el momento lo llamó.
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Su camino hasta esa noche fue todo menos directo. Nacido en Santa Marta, tierra de grandes talentos, comenzó su carrera en silencio, con pasos pequeños en el fútbol colombiano, hasta que Europa se cruzó en su destino. En España forjó su temple: Granada, Valladolid, Nàstic, Zaragoza, Granada de nuevo, y luego Almería. Fue allí, en la segunda división, donde se volvió una amenaza constante para las defensas rivales. No era un delantero de fuegos artificiales, sino de consistencia, de trabajo invisible y de goles construidos desde la lucha.
En la temporada previa a su consagración con Colombia, fue el máximo goleador de LaLiga Hypermotion. Anotó con ambas piernas, de cabeza, desde el punto penal, en transición o con la defensa plantada. Su arsenal era completo y su rendimiento, sostenido. Aun así, los reflectores le eran esquivos. La selección lo había llamado antes, sí, pero su nombre seguía sin retumbar como el de otros. Hasta Maturín.
El póker ante Venezuela no solo rompió un récord, sino también una barrera emocional. Fue el momento en que Suárez dejó de ser promesa para convertirse en certeza. Dejó de ser “ese delantero que juega en Almería” para convertirse en el nuevo símbolo de la ofensiva colombiana. Lo que había sido una Eliminatoria de reconstrucción para Colombia encontró en Suárez un héroe inesperado. Sin necesidad de un Mundial para confirmar su calidad, ya había logrado algo inmenso: despertar la ilusión de un país a fuerza de goles.
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Ahora, su figura se proyecta más allá. Equipos importantes ya preguntan por él, los hinchas repiten su nombre con respeto renovado y el Sporting de Lisboa, su actual club, se siente orgulloso por su gran actuación.
Pero para Luis Javier Suárez, lo más importante no parece estar en el ruido que viene después. Él sigue siendo el mismo que corre en diagonal sin esperar aplausos, que pelea cada balón como si fuera el último, que sabe que el gol no se grita hasta que cruza la línea.
La noche de Maturín lo cambió todo. El samario Luis Javier Suárez ya no necesita presentación. Su nombre ya es sinónimo de gol y de tranquilidad, porque parece que por fin, la selección Colombia encontró a su goleador.