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En la sala de espera de la Inspección décimo cuarta de Barranquilla solo hay caras largas. Quién sabe cuánto tiempo llevan esperando, tal vez no sea mucho, pero no hay luz eléctrica y por el único ventanal solo entra viento caliente y seco. El tiempo entonces transcurre más lento. De todas las personas que allí se encuentran, digamos que unas 10, hay un tipo cuya expresión es la más tosca de todas. Está mal sentado, como tumbado, en la silla más alejada. Mirada fija, boca arrugada. Eduardo no ve la hora de largarse de ese lugar.

En cinco minutos lo harán entrar al despacho de la inspectora Carolina Novoa Luna. Ella le advertirá ¿acaso necesito llamar un agente de seguridad?, a lo que él responderá: haga lo que quiera.

Eduardo, un nombre ficticio para proteger la identidad real, ha sido demandado por su expareja por acoso. Ella, a quien llamaremos María Cristina, sostiene que Eduardo no deja de amenazarla de muerte. Le dice 'eres una zorra, una perra (…) cuando te vea te voy a matar, te voy a tirar el carro, voy a hacer que te echen del trabajo'.

María Cristina es una mujer joven y bella. Mientras Eduardo esperaba, ella también lo hacía. Estaba en las sillas de al frente con su pequeño hijo de seis años, acostado sobe sus piernas. Es el hijo de ambos, en realidad, pero Eduardo nunca lo determinó.

Los dos entran a la última oficina de la Inspección, al final de un largo pasillo, a su primera audiencia de conciliación, mientras el niño se queda afuera con un familiar. La inspectora les explica en qué consiste este embrollo: 'Lo que aquí se pacte, si es conciliatorio, es de obligatorio cumplimiento, so pena que de incumplimiento, yo dispondré de la medida correctiva'.

Es entonces cuando María Cristina se desenfunda en contra de él con la historia de alguien que 'solo' le 'hace daño'.

'Él vive maltratándome, diciéndome que me va a matar y no tengo por qué aguantarle todo esto. Si me pasa algo quiero que le caiga todo el peso de la ley', dice la mujer, mientras empuña las manos y clava las uñas en el bolso.

'Quiero que me deje la vida tranquila, que no me moleste más. Tenemos dos hijos, pero allá fuera está uno y ni lo miró. Si no quiere darles nada, que no lo haga. Soy madre soltera, me ha tocado criar a mis hijos sola, siempre me ha tocado sola porque no he tenido mamá', sigue. María Cristina cruza los brazos y cada tanto alza las cejas. Cree que antes era muy ingenua, pero los golpes le han enseñado.

'Ya me he avispado', afirma.

La inspectora Novoa Luna, que ha trabajado durante 27 años en la inspección, agradece a María Cristina por su versión abreviada y prosigue entonces a darle la palabra a Eduardo, quien soltaba risas y hacía muecas mientras escuchaba a su expareja.

–Eduardo, ¿qué tienes para decir al respecto?
–Que es verdad todo lo que ella dice y ya.

–¿Es lo único que dirás?
–Sí, ella tiene toda la razón.

–Mira lo que has aceptado: que le vas a tirar el carro y la vas a matar, que vas a hacer que la echen del trabajo, que tus hijos van a quedar en una situación precaria por tu comportamiento contra ella.

–¿Si yo hago eso me meten preso?
–Si llegas a cometer un hecho punible, se toman las medidas pertinentes.

Un rehabilitado

Eduardo solo se encoge de hombros. Afuera está su taxi, esperándolo para ganarse unos pesos a las carreras. Es lo que hace desde que salió librado de una tortuosa lucha con las drogas. Eduardo intenta hacerle comprender a la inspectora que su único interés es irse. Si de todas formas le van a poner restricciones por su conducta, entonces prefiere ahorrarse tanta palabrería y firmar su propia medida correctiva.

–¿Por qué lo haces?
–Ya dije lo que tenía que decir.

–No, es que yo te estoy dando el derecho a la defensa. Tú me tienes que decir, si te nace, por qué haces eso. Yo no te puedo violar los derechos.

–No tengo nada que decir.

–¿Última palabra?
–Sí.

Un violento

Esta es la primera mujer de las que han tenido un amorío con Eduardo que se ha atrevido a denunciarlo por acoso y agresión. Pero en todas sus relaciones, admite él, ha habido violencia: insultos, humillaciones, golpes. Y siempre terminan mal, él lo reconoce.

Tiene seis hijos en total y la relación con ellos es más o menos similar: frecuentemente les envía dinero y como son mayores les compra celulares o tablets para tener cómo comunicarse con ellos, pero solo con ellos.

Ni María Cristina ni ninguna otra quiere estar cerca de él. A ella le rompió la clavícula cuando estaba embarazada y por eso estuvo un día preso, la dejó sola, la lastimó, le armó un espectáculo en su trabajo, le gritó en frente de sus compañeros y de su jefe que ella era una perra.

La inspectora, pese a todo, le pregunta que si él aún la quiere. Eduardo baja la mirada, se queda unos segundos en silencio y, renglón seguido, gira la cabeza de lado a lado. Su respuesta es no.

Ahora la inspectora le formula la misma pregunta a María Cristina, quien no duda en contestarle que no siente nada por él, que solo quiere que la deje tranquila.

–¿Y tu quieres a tus hijos, Eduardo?
–Siempre que camino pienso en ellos, trabajo por ellos, me rehabilité por ellos. Es lo único que tengo.

Una luz

La conciliación, por fin, da una vuelta de tuerca. En más de media hora Eduardo no había dado luces de querer conciliar, hasta ahora. La inspectora saca entonces su carta maestra y pide que su hijo, a quien no saludó en la mañana, entre a la oficina.

El pequeño, a quien nombraremos Christian, ingresa tímido a la sala y se recuesta al hombro de su papá, a petición de la inspectora, que le dice '¡mira a tu papito, salúdalo!, ¿cómo saludas a tu papá?'.

Christian le enseña a la inspectora lo que suele hacer cuando ve a su padre. Abre los brazos y se le cuelga por el cuello en un abrazo cálido con un '¡papi, te quiero!', que desarma por completo a Eduardo.

Minutos después, el pequeño se retira saltando, con la promesa de que cuando la audiencia termine, irá con su padre en busca de un chocolate.

–Tú me dices que los quieres, si los quieres ¿por qué maltratas a la autora? Recuerda que ese niño es 50% de ella y 50% tuyo–, le pregunta la inspectora.

–Si yo pudiera devolver el tiempo, no hubiese hecho nada de esto–, responde Eduardo, cabeza abajo.

Una promesa

Novoa Luna le propone que alce la mirada. Le recuerda lo valiente que fue él al decidir no volver a consumir drogas, algo que María Cristina apoya asintiendo con la cabeza.

'Pero quedaste con un problema, que es la violencia. De la restauración a la violencia hay solo un paso. Si entras en un estado depresivo puedes echar para atrás. Necesito que te traten la violencia para mejorar', le propone la inspectora.

Le asegura que solo así podrá conseguir paz, solo así podría tener una mejor relación con sus hijos y con su expareja.

'Ellos van a ser tus hijos hasta el último día y ella va a ser la madre de tus hijos hasta el final. Tus hijos, Eduardo, te necesitan', le hace ver la inspectora.

María Cristina acepta, entonces, darle un voto de confianza a Eduardo mientras él se compromete a asistir a terapias psicológicas. Deberá empezar cuanto antes, esta semana, si es el caso.

Ambos irán también a la Comisaría de Familia para recibir terapia de padres. Cuando salen de la oficina, al menos no hace tanto calor, la luz eléctrica ha vuelto.

Dice la ley

De acuerdo con el artículo 27 del Código Nacional de Policía, amenazar con causar un daño físico a personas por cualquier medio, así como incitar o incurrir en confrontaciones violentas que puedan derivar en agresiones físicas, son conductas contrarias a la convivencia que ponen en riesgo la vida e integridad de las personas. Por esto, quien incurra en alguno de estos comportamientos de distintas medidas correctivas, que incluyen multas tipo dos o tres y participación en programas comunitarios o actividades pedagógicas de convivencia.