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Política

Ley del Montes | ¿Contienda electoral o batalla campal?

Las redes sociales podrían convertir la campaña electoral del 2022 en una guerra despiadada en la que todo vale.

La campaña presidencial del próximo año no puede seguir en manos de quienes amparados en el anonimato y refugiados en “bodeguitas” muy bien pagas, se encargan de difamar y calumniar a sus contradictores, o a quienes no hacen parte de la legión de seguidores de su candidato preferido. Esas hordas salvajes que mueven los hilos en las redes sociales no pueden seguir manejando y manipulando una contienda que ya encendió motores.

El ejemplo más reciente de esta guerra sin cuartel se acaba de presentar con el lanzamiento de la candidatura de Alejandro Gaviria a la Presidencia. En cuestión de minutos su llamado a “buscar caminos de reconciliación y juntar a quienes piensan distinto” quedó por el piso. De inmediato ese “ejército desalmado de seres anónimos” se encargó de divulgar toda su vida tanto pública como privada, mezclando hábilmente verdades con mentiras, todo con el firme propósito de aniquilarlo como persona e inhabilitarlo como aspirante presidencial.

La campaña electoral 2022 -que incluye también a los candidatos que aspiran al Congreso- no puede convertir la desinformación en su gran protagonista. El próximo presidente de Colombia no puede ser elegido a punta de “fake news” y matoneo a los contradictores políticos.

En Colombia se ha vuelto costumbre difamar y calumniar impunemente. Todos los días decenas de candidatos son señalados de todo tipo de delitos sin que nadie aporte una sola prueba. En Twitter -la red social más influyente utilizada por los políticos- un solo trino es capaz de destrozar la honra y el buen nombre de quien por años se esforzó por gozar de una excelente reputación como ser humano y como funcionario público.

La presunción de inocencia -principio fundamental de todo sistema democrático- quedó proscrita por cuenta de quienes fungen de jueces y dictan sentencia desde las redes sociales. Todo vale en su afán por destrozar la vida y la honra de quienes cometieron el grave delito de no pensar como ellos.

Ante este escenario desolador es necesario que quienes aspiran a regir los destinos del país tomen cartas en el asunto. No pueden seguir indiferentes ante la avalancha de improperios y agravios. Esa indiferencia los vuelve cómplices por omisión o -inclusive- por acción, porque cada ataque despiadado se hace con el firme propósito de causarle daños irreparables a sus contradictores.

¿Qué hace un candidato presidencial -o al Congreso- retuiteando un mensaje difamatorio o calumnioso? ¿No tiene ninguna responsabilidad una persona que tiene 5 o 6 millones de seguidores en Twitter al divulgar masivamente una información falsa? ¿Quién sanciona a los candidatos que reproducen en sus redes sociales las calumnias que escriben sus seguidores? ¿No son cómplices de esos delitos?

La desinformación y los ataques aleves deben ser combatidos sin contemplación sino no queremos asistir a la peor campaña electoral de todos los tiempos. La más sucia, por lo menos. Los medios de comunicación llamados tradicionales deben retomar su liderazgo en lo que tiene que ver con el manejo de la información y el análisis del proceso electoral. Haber quedado a la zaga de las redes sociales ha resultado demasiado costoso. Hay que sacar la campaña electoral de la cloaca a la que la llevaron quienes aspiran a pescar en las aguas que ellos revuelven con astucia y mala fe. Colombia merece un debate electoral con altura, que parta del respeto no solo entre los contendores, sino -sobre todo- entre sus seguidores. ¿Qué hacer para combatir la guerra sucia que se avecina en el 2022?

Medios de comunicación, ¿simples cajas de resonancia y correas de transmisión?

Uno de los candidatos más opcionados a la Presidencia -Sergio Fajardo- hizo un llamado a la reflexión en la campaña presidencial del próximo año. Convocó a los demás candidatos a que lleven a cabo “una campaña responsable” y rechacen el acoso en las redes sociales. Esa iniciativa debería ser respaldada sin titubeos por los demás aspirantes. Ninguno de ellos debe mostrarse tolerante -ni en público ni en privado- con quienes se valen del lenguaje soez, el humor ramplón y la chabacanería para atacar a sus contrarios. Para no hablar injurias y calumnias. No todo puede permitirse en una campaña. No todo vale. Punto. Un retuit por parte de un candidato a una agresión que reciba uno de sus rivales políticos en una de sus redes sociales significa empoderar al agresor y avalar la agresión. Los medios de comunicación tradicionales -por su parte- deben también asumir una posición más responsable a la hora de reproducir información proveniente de los llamados “influencers”, solo porque ello podría garantizarles una mayor exposición y un mayor tráfico en las redes sociales.

¿Vale la pena servir de caja de resonancia de quienes responden a intereses particulares y no colectivos? ¿Tiene sentido servir de correa de transmisión de esos mensajes abiertamente sesgados, muchos de los cuales sólo tienen el propósito de desinformar? La responsabilidad en el manejo de la información y la búsqueda de la verdad son principios fundamentales en el ejercicio periodístico. Hoy más que nunca se requiere de su rigurosa aplicación.

Redes sociales, auténticas autopistas para injuriar y calumniar

La libertad de expresión tiene límites. No es absoluta. Ni la injuria ni la calumnia pueden utilizarse como herramientas para socavar la honra y el buen nombre de contradictores o rivales políticos. No solo no son tolerables en un sistema democrático, sino que constituyen graves delitos. Pero, además, envilecen a quienes se valen de ellas. Las redes sociales terminaron convertidas en verdaderas autopistas para injuriar y calumniar a quienes piensan distinto. En estas circunstancias, ¿quién le pone el cascabel al gato de las redes sociales? Aparte del control por parte de los propios candidatos -que deben llamar la atención tanto de sus colaboradores como de sus seguidores (incluyendo a los bodegueros)- el Consejo Nacional Electoral (CNE) también debe tomar cartas en el asunto. ¿La razón? La desinformación que nace, crece y se reproduce en las redes sociales podría terminar definiendo el rumbo y la suerte de la próxima campaña electoral. La Fiscalía -por su parte- tiene que ser mucho más rigurosa a la hora investigar los cerebros que están detrás de la horda de salvajes que se dedican las 24 horas del día a difamar y calumniar desde las tristemente célebres bodegas. Crear cuentas falsas para atentar contra los rivales políticos debe tener drásticas consecuencias legales.

¿El enemigo de mi enemigo es mi amigo?

No es sano que los candidatos aúpen con su silencio el comportamiento irrespetuoso, abusivo y hasta ilegal de quienes los defienden en las redes sociales. El principio según el cual la mejor defensa es un buen ataque no aplica en esta ocasión.

 ¿Atacar con alevosía a los contradictores es válido? ¿El golpe artero y la puñalada trapera a los rivales están permitidos en una campaña electoral? La respuesta debe ser contundente: ¡No! Así no se vale. Las campañas políticas se hacen con valentía, no con cobardía. ¿Qué sentido tiene graduar de enemigos a quienes son contradictores políticos? Cuando un candidato gradúa de enemigo a un contendor político, está autorizando a sus seguidores que lo traten como tal. Es decir, que reciba un castigo por el simple hecho de pensar diferente.

No tiene que ordenar la agresión: ellos asumen que al “enemigo” hay que castigarlo sin compasión. Por eso es tan importante el uso del lenguaje en una campaña electoral. De su buen uso depende la altura con que se desarrolle la contienda electoral. Y hoy en día esa altura está relacionada directamente con el lenguaje que se emplea en las redes sociales.

¿Contienda electoral o campo de batalla?

¿Quiénes ganan la “guerra sucia” electoral? Nadie. Todos los candidatos pierden, porque a la postre el gran derrotado es el sistema democrático. Entronizar la desinformación en una campaña electoral es socavar las columnas que soportan todo sistema democrático. La desinformación viene acompañada del descreimiento en las instituciones. Fomentar la “guerra sucia electoral” pervierte la conducta de los electores. Los aleja del ejercicio racional que debe acompañar la decisión de votar por uno o por otro candidato o candidata. Votar es un ejercicio democrático que debe partir de la convicción íntima del elector y no de la manipulación efectuada de manera eficaz en las redes sociales. Convertir la contienda electoral en un campo de batalla es llevar la campaña a su nivel más bajo y primario. El llamado “debate electoral” se reduce a una simple pelea de cantina, que en nada contribuye a consolidar un sistema democrático. Elevar el nivel de la próxima campaña electoral depende de los candidatos, claro. Pero también depende -y mucho- de quienes estamos dispuestos a respaldarlos con nuestro voto.

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