La ley del montes | Santos, modelo para armar
Al terminar sus 8 años de gobierno, ¿cuál es el verdadero mandatario que abandona la Casa de Nariño? ¿El que idolatran sus defensores o el que aborrecen sus detractores?
Una frase reciente de Juan Manuel Santos podría resumir lo que él considera su legado: “Dejo un país en paz y sin Farc”. Ahí están condensados sus ocho años de gobierno. Esa fue su apuesta una vez llegó a la Casa de Nariño el 7 de agosto del 2010, cubierto en aquellos tiempos por el manto protector de Álvaro Uribe Vélez, quien en ese momento abandonaba la Presidencia con un exorbitante respaldo en las encuestas del 80 por ciento.
La luna de miel de Santos con su mentor duró muy poco, casi nada. La “traición” empezó con los primeros nombramientos del gabinete, en el que se destacaban, entre otros, Germán Vargas Lleras, Rafael Pardo y Juan Camilo Restrepo, todos connotados dirigentes políticos, pero sobre todo “antiuribistas confesos”.
Pero el portazo definitivo de Santos a Uribe llegó cuando afirmó en Santa Marta que Hugo Chávez -enemigo declarado de Uribe- era “su nuevo mejor amigo”. Ahí ardió Troya, hasta el sol de hoy, cuando las relaciones entre Santos y Uribe no solo están rotas, sino que su brutal enfrentamiento terminó por definir la suerte del primero como Presidente. ¿Cómo habría sido un gobierno de Santos si jamás hubiera peleado con Uribe? Esta sigue siendo la pregunta del millón y su respuesta solo puede analizarse desde el terreno incierto de la especulación.
Ya sin Uribe de su lado y convencido cada día más de que debía dejar su propia huella en la historia del país, Santos se dedicó en cuerpo y alma a sacar adelante su gran apuesta como mandatario: la paz con las Farc, después de más de 50 años de guerra. Esa negociación no solo terminó por convertirse en su obsesión, sino que le permitió mostrar una faceta de “pacifista”, que muy pocos conocían y que jamás había mostrado en ninguno de sus cargos anteriores, en especial el de Ministro de Defensa. Ese Santos conciliador sorprendió a un país que lo había elegido para que culminara la tarea que Uribe había comenzado ocho años atrás y que no era otra que la de “aniquilar” a las Farc.
Santos hoy sostiene que ese compromiso lo cumplió, aunque para hacerlo no tuvo que “aniquilar” al último guerrillero de las Farc, como pretendían los uribistas, sino que lo logró por otra vía: la de la negociación. Hoy las Farc como organización guerrillera ha dejado de existir y la gran mayoría de sus combatientes se están reintegrando a la sociedad. Los jefes del que fuera considerado el grupo subversivo más sanguinario del país abandonaron las armas y están en el Congreso de la República, discutiendo de tu a tu con sus principales enemigos.
Por esa razón Santos saca pecho diciendo que entrega un país sin Farc. Y tiene razón: esas Farc que asesinaban soldados y policías todos los días, que tomaban brigadas, batallones y poblaciones a sangre y fuego y extorsionaban y secuestraban a comerciantes y ganaderos, han dejado de existir. Desconocerle a Santos ese logro sería no solo un acto de mezquindad, sino una estolidez.
Pero esos logros de Santos -que hasta le valieron el Nobel de Paz- no son ponderados por quienes consideran que el precio que pagó por desmovilizar a las Farc fue demasiado alto, empezando por la propia impunidad de los delitos cometidos por los jefes guerrilleros. Ver a Timochenko aspirando a la Presidencia, y a Márquez y Santrich habilitados para ocupar curules en el Congreso, es algo que sus detractores -empezando por los uribistas- no le perdonan a Santos.
De acuerdo con estos detractores, la lista de “pecados imperdonables” de la negociación de Santos con las Farc es larga y ella incluye, entre otros, no haberles pedido cuentas a los jefes guerrilleros por sus vínculos con el narcotráfico, ni por el reclutamiento de menores, ni por la totalidad de las armas no entregadas.
Pero, además, responsabilizan a Santos de confeccionarles a los exjefes guerrilleros un traje a la medida para blindarlos de cualquier castigo por todos sus delitos, mediante la creación de la Jurisdicción Especial de Paz (JEP), quizá la figura más cuestionada por los detractores de la negociación.
Quienes se opusieron a la negociación con las Farc, lo señalan de haber desconocido el resultado del Plebiscito de la Paz, que dio como ganador al NO sobre el SÍ, al tiempo que lo responsabilizan de los actos criminales realizados por los disidentes de las Farc, entre ellos alias Guacho. Santos no solo traicionó a Uribe, sino que le entregó el país a las Farc, según sus detractores.
De manera que mientras sus defensores ven a Santos como un ángel, sus contradictores lo ven -y lo seguirán viendo- como un demonio. Después de abandonar la Casa de Nariño este martes 7 de agosto, Santos dedicará buena parte de su tiempo a defender su legado -aunque ahora diga que le gustaría dedicarse a cuidar nietos- puesto que está visto que si no lo hace, sus enemigos se encargarán de destruir todos y cada uno de sus logros, que en todo caso son menos de los que él pregona y más de los que sus detractores le reconocen.
¿Cómo le fue a Santos en sus ocho años de gobierno?
Lucha contra la corrupción: rajado con honores
En materia de lucha contra la corrupción, una cosa fue el discurso de Santos y otra muy distinta los hechos. El discurso dice que la combatió y los hechos evidencian que la promovió.
Santos “enmermeló” al Congreso para sacar adelante sus iniciativas. Y eso es corrupción pura y dura. En entrevistas recientes se muestra sorprendido por la cantidad de escándalos en los que están envueltos sus aliados políticos, empezando por los Ñoños de Córdoba, quienes aceitaron la maquinaria electoral en la segunda vuelta presidencial de 2014 con plata de Odebrecht. Santos no puede decir ahora que desconocía las andanzas de sus antiguos amigos políticos, pues acudió a ellos precisamente porque sabía de ellas. Un episodio reciente muestra el talante de Santos con respecto a la corrupción: María Andrea Nieto, exdirectora del Sena, narró cómo informó a Santos en su despacho y en presencia de su hijo Esteban, de los sobrecostos en obras en los que incurrían funcionarios del Sena, que tenían el respaldo político de Alfonso Prada, exdirector del Sena y secretario general de la Presidencia. Pese al valor de sus denuncias, Santos respaldó a Prada y ordenó a la ministra de Trabajo, Griselda Restrepo, que declarara insubsistente a Nieto. Peor aún: hace poco se refirió a Nieto como “esta niña” y sostuvo que le “había quedado grande el Sena”. Termina Santos sus dos mandatos y nos quedamos sin saber qué pasó con la plata de Reficar, con la de Odebrecht, con la que recibieron los magistrados y exmagistrados del “cartel de la toga”, con los dineros de los Programas de Alimentación Escolar (PAE), con los carteles de la educación y la hemofilia en Córdoba. En fin, la lucha contra la corrupción no es precisamente la joya más preciada que tiene Santos para mostrar en sus dos gobiernos.
Santos Vs Uribe: nadie gana, todos pierden
La mejor demostración de que la pelea entre Santos y Uribe está lejos de acabarse es que ahora quienes pelean son sus hijos. En efecto, hace poco Tomás y Jerónimo Uribe se enfrascaron en una “batalla campal” en Twitter contra Martín y Esteban Santos por cuenta de los logros y aciertos de sus padres. En lugar de tender puentes de acercamiento que permitan una relación respetuosa, en medio de sus diferencias políticas, lo que han hecho Santos y Uribe es dinamitar cualquier posibilidad de entendimiento. Santos hizo las paces con Timochenko, pero no pudo hacerlo con Uribe, que fue su aliado cuando ambos combatieron a las Farc. Es decir, terminó reconciliado con las Farc y enemistado con Uribe, algo impensado cuando empezó su primer mandato. Lo cierto es que en esta pelea nadie gana: ambos pierden. Punto. Santos debió padecer la oposición más encarnizada que ningún Presidente ha soportado en la historia reciente del país. Santos no tuvo un solo día de tregua por parte de Uribe y Uribe debió soportar las embestidas de Santos como Presidente. Lo que pudo ser un éxito de ambos -acabar con las Farc- terminó siendo un motivo más de discordia. La verdad clara y contundente es que sin los golpes militares de Uribe, las Farc no se habrían sentado a negociar con Santos.
Economía: las cuentas no cuadran, pero...
Los números de Santos en sus ocho años de gobierno pueden verse desde dos ángulos: el optimista y el pesimista. El optimista muestra que entre 2010 y 2017 la economía creció un promedio del 4%, cifra que evidencia un manejo responsable, pese a los momentos difíciles que se vivieron por cuenta del desplome de los precios del petróleo. El crudo pasó de USD100 el barril a USD27, lo que ocasionó la desaceleración de la economía entre 2016 y 2017. La pobreza se redujo del 47,9% al 27,9% y ello permitió que 5,4 millones de colombianos abandonaran esta condición de precariedad. Los optimistas sostienen que “hay síntomas de reactivación económica”. Para los pesimistas, el vaso está medio vacío. La informalidad laboral sigue galopante, la tributación no mejora y sigue recargada en la clase media asalariada, que termina siendo la paganini de la evasión, por un lado, y de la corrupción, por el otro. En materia de consumo, el tristemente célebre aumento del IVA al 19% terminó rompiéndole los bolsillos a los colombianos, que prefieren “vitrinear”, como la familia Miranda, en lugar de hacer compras en almacenes y centros comerciales. La situación está tan crítica que el presidente Iván Duque y su ministro Alberto Carrasquilla tendrán que llegar con su reforma tributaria bajo el brazo. Reforma que -¿alguien lo duda?- terminará por exprimirnos los bolsillos ya rotos a los colombianos asalariados.
No habrá santismo, ¿bueno o malo?
El presidente Santos afirma con orgullo que después del 7 de agosto no habrá santismo en Colombia. Es decir, que dejará tranquilo al presidente Duque para que gobierne como a bien tenga y que él se dedicará a otros menesteres más gratificantes, como el de criar nietos, que según decía Rafael Escalona es “el más sabroso”. Santos dice que no habrá santismo, porque él debió padecer el uribismo, que lo atormentó durante sus dos mandatos. Lo cierto es que en Colombia, son muy pocos los presidentes que buscan perpetuar sus ideas, aunque sus figuras se mantengan vigentes. Pasó con Belisario Betancur, Virgilio Barco, César Gaviria, Ernesto Samper y Andrés Pastrana. Uribe -a diferencia de todos ellos- tiene un enorme arraigo popular y responde más a la figura del caudillo que concentra el poder, que a la del líder político que lo delega. De cualquier manera, para los uribistas lo mejor es que no haya santismo. O para ser más preciso: lo mejor es que jamás hubiese existido. Por eso este 7 de agosto -cuando llegue Iván Duque a la Casa de Nariño- podrán respirar tranquilos. ¿Será que sí?