El Heraldo
Marbel Tarra visita todos los fines de semana la tumba de su hija.
Barranquilla

Flores y raspao en el Día de los Muertos

Comerciantes ubicados en el Calancala hablan sobre sus ventas y la tradición del 2 de noviembre, fecha en que se recuerda a los difuntos.

Es imposible dar tres pasos sin tropezarse con alguien en la plaza del Cementerio Calancala a las 11:45 a.m. del 2 de noviembre, Día de los Muertos.

La muchedumbre avanza a paso lento con flores y sombrillas en las manos. Entre las voces que se perciben sobresale una pausada y con acento de matrona Caribe.

Marina Pabón, de 84 años, ofrece con dulzura sus flores a los clientes que se le acercan.

Ameniza la venta con chanzas que atrapan a los compradores. “¿Pa’ donde voy a coger vieja y amargada?, le responde con una pregunta al cliente que la interroga sobre su festiva forma de ser.

Al hablar de lo que pronostica vender, el azul del globo de sus ojos se ensancha, inspirando sinceridad. La verdad –dice–, el único que sabe cuánto voy a vender es Dios.

Marina cuenta que antes, cuando la gente disponía de más dinero, ella ganaba 1 o 2 millones de pesos en un día como ayer.

No cree que la tradición se haya perdido. Lo que ocurre –junta y frota el pulgar y el índice de la mano derecha– es que la gente tiene menos dinero que antes. Por eso accede a vender flores hasta por 2.000 o 5.000 pesos.

En el costado izquierdo de la entrada principal del Calancala, Mery Rodríguez se refugia de la canícula con un paraguas. Ya olvidó cuántos de sus 63 años lleva vendiendo en la puerta del cementerio.

Lo que sí precisa es que la tradición se ha perdido, pues ya la gente “olvidó a sus muertos”. Con su negocio de venta de minutos, el pasado sábado ganó 12.000. “Deduzca por ahí lo que me he hecho hoy”, añade, haciendo notar su descontento.

Un factor que incide en sus pocas ganancias –prosigue–  son los vendedores ocasionales que llegan al cementerio en fechas especiales.

Al mediodía no hay mucha diferencia entre el Centro de Barranquilla y la entrada del Calancala: la romería de gente ensopada, el calor de gallera, los vendedores afanados. Esquivando visitantes desprevenidos, Marbel Tarra se abrió paso por allí para visitar a su hija Rosalba, fallecida en 1989.

Tras colocar en la tumba de su hija un vasito desechable con unas flores artificiales que compró por 5.000  pesos, Marbel se pasa la mano por la frente. “El calor es insoportable”, comenta.

Varios metros al sur, personas como Marbel buscan algo providencial que les calme la sed. Espantando las abejas que se posan sobre él, Erick Giraldo amolda el hielo del raspao con una tacita plástica. “Estos meses son excepcionales porque uno recupera lo que perdió en todo el año”, dice Erick, y agrega que la gente aún visita a sus fallecidos, que la tradición perdura.

La muchedumbre que solicita sus productos lo impulsa a pronosticar 300.000 pesos en ganancias, lejos de los 30.000 de los “días malos”.

Las expectativas de los vendedores dan luces sobre cómo transcurre el Día de los Muertos. Para ellos, las ganancias al final de la jornada determinan si el fervor se mantiene año tras año.

Marina Pabón lleva 40 años vendiendo flores en el Cementerio Calancala.

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