El Heraldo
La juez de paz María Ramos junto a Beatriz, Edgardo y sus dos hermanos durante la audiencia de conciliación por el caso. Salomón Asmar
Barranquilla

Pequeñas causas | “Serás el padre de mi nieto hasta que mueras”

Después de la muerte de su hija en labores de parto, una anciana aquejó que la familia del padre no le deja ver a la bebé de pocos meses de nacida, que –según indicó el padre– presenta condiciones médicas por las que hay que protegerla.

“Yo no sé por qué, si yo no le he hecho nada, él no me deja ver a la niña”, dijo indignada Beatriz a su yerno, que estaba sentado a unos pocos centímetros. El hombre, un adulto de un poco más de 30 años, parecía incómodo al tener que rendirle explicaciones a la anciana, que le reclamaba con voz llorosa, amparada en sus sentimientos de abuela, para intentar volver a ver a su nieta. 

Después de que esta estuviera varios meses en cuarentena, completamente aislada de la abuela y su familia, el padre por fin le había dado la cara. Y no es que la niña estuviera enferma, o alguna condición especial le impidiera salir a la luz del sol. Simple y llanamente, según contó Beatriz, la familia paterna no la quiere, “y no la dejan acercarse a su nietecita”.

En algunas familias los abuelos son piezas de vital importancia, fuente de sabiduría y consejos, que además tienen en su voz el don de tranquilizar a los nietos, y también de ser alcahuetas y cumplirles sus deseos. En otras, por decisión de los padres o por resultado de contextos personales, los adultos mayores terminan excluidos, apartados de todo contacto con los más pequeños y privándolos de esa experiencia de compartir con aquellos que más tiempo llevan sobre la faz de la tierra.

En esta historia, a Beatriz le tocó vivir alejada de los primeros meses del crecimiento de su nieta: una niña pequeña, tierna y encantadora, según ella misma la definió. Protegida por su padre y su otra abuela, la menor permanece dentro de las paredes de su casa, rodeada por un círculo de seguridad tan impenetrable que ni la propia madre de su madre puede entrar. Así han pasado semanas, hasta que la anciana se cansó de la situación.

Beatriz es una mujer menuda y pequeña, de piel morena y cabello canoso. En su rostro se refleja una pena, incluso mucho más dolorosa que no poder ver a su nieta, lo último que le queda de su hija en la tierra. Magda, muy joven, falleció hace un tiempo mientras daba a luz a la niña, que –por cuestiones lógicas– se quedó viviendo en la casa de su padre, un hombre de rostro serio, también delgado, y de pocas palabras. La menor se convirtió en una especie de catalizador de penas, pues para Edgardo, el padre, es el regalo más especial que le había dado la vida; y para Beatriz, la abuela, es el legado de su propia estirpe, ahora ausente por el fallecimiento temprano de su hija.

Dolor de madre

 Para el dolor de ambos, Magda no pudo ver crecer a su propia hija, una dulce pequeña que tendría que pasar toda su vida sin una madre que la cuidara. Por eso, su abuela Beatriz, madre de su madre y “la mejor persona para ese trabajo”, se puso manos a la obra para proteger a la pequeña. Varias veces por semana recorría gran parte de la ciudad para visitarla, solo para encontrarse con una actitud “negativa” por parte de Edgardo y su familia.

Cuenta la abuela que, en los meses próximos al fallecimiento de su hija, se acercó con mucha emoción a la casa de Edgardo, en donde –por los últimos acontecimientos– se había mudado su mamá y algunos miembros de su familia: para acompañarlo y ayudarlo con el cuidado de la pequeña. Como Magda había abandonado el plano terrenal después de sus labores de parto, el hombre quedó solo para criar a la menor, y la abuela estaba dispuesta a ayudar. Aunque —dijo— eso no fue tarea fácil.

“Una vez, en una de las visitas que yo le hice a la niña en casa de Edgardo, la niña se enfermó: empezó a toser y se apretó bastante. Yo, como la abuela, intenté ayudar, y le di unas palmaditas en la espalda, como para que se aflojara. Pero a la suegra de mi difunta hija eso no le gustó, y terminó echándome la culpa –frente a toda la familia de ella– de lo que le había pasado a mi nieta”, contó, todavía con voz llorosa, Beatriz, sentada en el despacho de los jueces de paz frente a Edgardo y dos de sus hermanos. “Yo me sentí muy, pero muy mal. Cómo iba yo a querer causarle algo así a la niña. Entonces me fui, y desde ese entonces no he vuelto. Y no he podido ir a ver a mi nieta”, agregó la anciana.

 

Beatriz manifestó haberse sentido señalada.

Beatriz se expresaba con una tristeza evidente, pero al mismo tiempo reflejaba miedo. Pareciera que ella sintiera que al hablar, y quejarse frente a la situación que vivía, las puertas de la casa de Edgardo podrían cerrársele aún más. Pero el hombre, lejos de recriminarle o ponerse en su contra, tenía la cabeza gacha, como aceptando que había cometido un error.

Ella misma fue la que citó a Edgardo a una audiencia de conciliación, para hablar del tema de la niña y de por qué el hombre, con el que tenía una relación “excelente” antes del fallecimiento de su hija, de repente “le cerró las puertas” y no le permitió ver más a la pequeña. “Yo estoy muy triste”, le dijo Beatriz a la juez, que escuchaba a la anciana con atención, esperando el momento para darle la palabra a la contraparte. “Él siempre fue muy especial conmigo, y yo con él, pero no sé qué ha pasado. Siento que en su casa no me quieren. No hay cosa más maluca que eso”.

Reencuentro

A la audiencia asistieron Beatriz, Edgardo y dos de sus hermanos, que no solo presenciaron la relación entre Magda y el padre de su hija, sino también el crecimiento de esta, que recibe todos los cuidados y alimentación en su casa. La juez del caso, María Ramos, tenía en frente una tarea complicada, en donde cada una de las partes tenía intereses sentimentales de por medio. Por eso, después de que la anciana contara su versión le dio la palabra al yerno.

“Bueno... hay un detalle que no se ha mencionado, y es que la niña es prematura”, fue lo primero que dijo Edgardo, mientras se acomodaba en el asiento. “El médico nos recomendó que no tuviera muchas visitas”. La juez de paz intervino casi que inmediatamente: “Sí, pero tú sabes que eso se refiere a visitas de gente particular... la abuela es la familia. El amor de ese núcleo es muy importante para el crecimiento de la bebé y además empieza a generar esa afinidad”.

“Sí, pero es que cuando yo he ido a verla toda la familia de él siempre está encima de mí. Yo también quisiera un poco de privacidad con la niña. Por ejemplo, si voy a visitarla, todos están en la sala conmigo y no me dejan compartir con ella”, se quejó Beatriz, que poco a poco se iba tranquilizando.

Eso último terminó por calmar también a Edgardo, que reconoció que eso que sucedió no fue lo mejor. Sus hermanos, al unísono, asintieron a lo que dijo el papá de la niña y –además– reconocieron: “Sabemos que mi mamá no es fácil, ella es complicada. Pero no es justo que usted no pueda ir a ver a la niña y entendemos lo que pide”.

La juez, aprovechando este momento de comunión, le preguntó a la anciana cuál era su petición formal. “Yo lo que quiero es ver a mi nieta, pero de forma tranquila. Yo puedo ir una o dos tardes a la semana a estar con ella. Y bueno... que ojalá me la llevaran a mí a la casa también como para no tener que estar yendo allá todo el tiempo”.

“¿Le parece a usted eso razonable?”, preguntó la juez Ramos.

“Igual, antes de que conteste Edgardo, quiero aclarar que yo también puedo comprarle unos pañales o lo que haga falta. Déjenme ayudar y participar del crecimiento de mi nieta. No tienen que ser así de groseros conmigo si yo no les he hecho nada”, intervino Beatriz.

Los hermanos se miraron por unos cuantos segundos, hasta que –de repente– Edgardo dio el sí, el aval que permitiría a la abuela de su hija visitarla con las condiciones que ella solicitaba. Y, además, poniéndose de acuerdo, llevársela unos días para que también comparta con la pequeña.

Unión

 “No hay motivo para que ustedes, que son la familia de la niña, estén distanciados. Con la muerte de Magda ustedes deben estar unidos, no solo por su hija, sino por los años futuros. Es importante que ella tenga una familia fuerte que la apoye”, dijo la juez.

Edgardo miró a la juez y luego a Beatriz, que –por primera vez desde que comenzó la audiencia– parecía tranquila, como si se hubiera quitado un peso de encima.

“Sí, es cierto... yo sé que nos hemos equivocado, pero es porque estábamos muy asustados por la salud de la niña. Ahora que ya está creciendo es apenas justo que ella comparta tiempo con su abuela.

Vamos a hacer lo posible para que eso pase”, concluyó Edgardo, al tiempo que agarraba el lapicero y se disponía a firmar el acta. El caso estaba cerrado.

El despacho

La oficina en donde atienden varios de los jueces de paz está ubicada en la carrera 44 #70-218, segundo piso.

La anciana contó tener una profunda tristeza.
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