Barranquilla

En video | La espera diaria de los paleros en la Circunvalar

Un grupo de 50 hombres, armados nada más que con palas, se reúnen todas las mañanas a esperar a que los dueños de las volquetas los elijan para trabajar.

Hace un poco más de 30 años a la vía hacia Juan Mina le decían la carretera de los locos. En aquel entonces, cuando no existía la Circunvalar y abundaban los pastizales y el monte, era común ver a los conductores rumbo a los moteles hablando solos en los carros porque las mujeres, para protegerse del escarnio público, iban escondidas debajo de la guantera. Risueños y mamadores de gallo, un grupo de 50 sujetos analizaban con detalle la situación, al tiempo que esperaban que iniciara su jornada de trabajo. Sus herramientas, palas de madera y hierro oxidado, estaban clavadas como lanzas en la tierra.

El grupo estaba integrado por jóvenes humildes, muchos de ellos residentes de los barrios que conforman la frontera difusa entre Barranquilla y Juan Mina. Ahí, todos los días, esperaban pacientes a que las volquetas los recogieran. Gracias al trabajo de sus palas, muchos de los edificios que hoy se levantan en la capital del Atlántico están en pie. En completo anonimato, trabajando en jornadas de más de 12 horas de fuerza bruta, les pasaron los años, hasta el punto en que lo que era una forma de rebuscarse terminó siendo el sustento de toda una vida.

Así pasaron los años y el grupo de jóvenes fuertes y entregados se convirtió en uno de ancianos agobiados, cansados y sin pensión. La piel morena que brillaba bajo el sol se transformó en un mar de arrugas y cicatrices, producto del maltrato y de las extenuantes jornadas. La carretera de los locos se convirtió en la carretera a Juan Mina. Surgió la Circunvalar y el progreso que prometieron con esta vía; el Junior llegó a nueve estrellas y Colombia a los cuartos de final de un mundial de fútbol. Y ellos siguen ahí, desde las 5:00 de la mañana, con las palas al hombro trabajando en un sinfín de obras y proyectos por un pago que les alcanza para el almuerzo, y con los ahorros darle de comer a sus familias.

 

Los paleros, en su mayoría ancianos, reunidos esperando que llegue trabajo.

Los paleros, como se les conoce, son como un grupo de hermanos, una familia de trabajadores unidos por una herramienta. No son obreros, ni albañiles. Su trabajo, entre el todo y el nada, consiste en recoger arena, levantar piedras y todo tipo de materiales. Montados en volquetas llegan a las construcciones, como hormigas que se acercan a una fruta en el suelo. Aparecen, hacen su trabajo y se van. Por la noche, antes de llegar a sus casas, les pagan. De lunes a sábado viven en una carrera constante. No solo para subirse a los camiones y conseguir un viaje, como le llaman a la jornada, sino por sobrevivir ante tantas dificultades; por trabajar sin ningún tipo de protección, dependiendo de lo que les pagan los dueños de los vehículos, sus únicos contactos con el mundo en el que todos los días trabajan.

Todos se reúnen frente a la oreja de la Circunvalar con carrera 38, el epicentro de los paleros de la zona. Como si fueran un culto o una fraternidad, o los mismísimos socios de un club de la alta sociedad, esperan a que los recojan mientras conversan sobre la vida y sus carencias; sobre lo mucho que les gustaría trabajar en otra cosa. Pero lo que llega por ellos no es una camioneta blindada, o una limosina de lujo. Una volqueta enorme, de un amarillo ocre, quizás tan vieja como ellos, se parquea justo en frente de donde están reunidos. Todos miran, expectantes, pero el conductor les avisa que todavía no hay trabajo. Son las 6:30 de la mañana y eso es un mal augurio. A esa hora no deberían estar ahí quietos. Iba a ser un mal día.

“Uno sabe que cuando llega esta hora y no ha salido trabajo es porque la cosa no pinta bien. Así ha sido últimamente. Los días buenos son cada vez más escasos, ya la plata no nos alcanza”, dijo Manuel Sandoval, un anciano bronceado, con un centenar de arrugas sobre la piel gastada, mientras se recostaba sobre una paredilla blanca junto a una trinchera de palas. “Hay veces que nos vamos en blanco, sin viajes, y ahí es cuando la cosa se complica. Ya como uno es viejo los de las volquetas no nos quieren contratar, pero ya cuando no quedan de los más jóvenes nos llaman”.

Pero en esa rotonda, una pequeña parcela de tierra árida, la juventud no abunda y los músculos están ausentes. Los que antaño fueron jóvenes hoy son un grupo de veteranos, que a pesar de las canas siguen con las mismas ganas de trabajo y de ganarse la vida. Pero no hay sangre nueva ni renovación. Los más jóvenes -si es que tal concepto existe en el mundo de los paleros- rondan los 40 años. Todos lucen cansados, extenuados por tantas jornadas de carga. Ni siquiera  la oleada de migrantes que ha llegado a Barranquilla les aguantó el trajín. “No duraron más de dos semanas. Esto era muy duro para ellos”, explicó el mismo Manuel, de 65 años.

 

Según contaron, les hacen falta palas para su labor.

En ese ecosistema de trabajo duro, sudor y dolor de músculos hay tres tipos de individuos, que cooperan juntos para sobrevivir. Están los paleros, en lo más bajo de la pirámide. Arriba están los conductores de las volquetas. Sobre ellos están los comisionistas, que los contactan con el mundo de la construcción, arreglando tarifas y coordinando los viajes. Y en la cima están los dueños de los vehículos, junto a los administradores, que son los encargados de pagarle a todos los que están por debajo de ellos en la cadena y quienes -desde hace muchos años- manejan el negocio.

“Uno como conductor espera que salga un viaje, de alguna obra o construcción, para llamar a los paleros y que se vayan con uno. Antes no había tantos problemas, pero ahora las autoridades nos vigilan bastante porque algunos compañeros manejaban sin licencia”, contó Jean Carlo Alcázares, conductor. “Yo llevo casi ocho años en esto... claro que he pensado hacer otra cosa, pero uno se acostumbra; y contra eso no se puede hacer nada”.

Por un viaje le pagan a los dueños de las volquetas $150.000, que los reparten entre el palero, que recibe $40.000, el conductor y por último el vehículo, que llenan de gasolina todas las mañanas para recorrer las distintas obras. Algunas veces viajan hasta Santo Tomás o Baranoa, en donde también solicitan sus servicios. Además, debido a lo extenuante de su trabajo, deben pasar de largo y regresan sin almorzar. Por eso, el desayuno debe ser potente y como Dios manda: con arroz, fríjoles y proteína.

“Acá se ofrece un desayuno bien completo por solo $3.000”, señaló el dueño del pequeño puesto de comidas, ubicado en todo el centro de operaciones de los paleros. “Les sirvo arroz, pollo, bofe o carne; todo eso con fríjoles y yuca. Ellos le pueden echar picantico, salsa de tomate o suero. No van a encontrar una comida más potente por ese precio, sobretodo con lo poquito que ganan por su duro trabajo”, agregó.

 

Entre los paleros pocos son jóvenes.

Optimistas, a pesar de la tristeza y la amargura que les genera la falta de trabajo -y las condiciones en que lo hacen- todos siguen bromeando como hace 30 años, cuando eran un grupo de jóvenes que pensó rebuscarse con un trabajo que nadie agradece. Entre ellos, hay un anciano de piel morena, sin varios dientes en su sonrisa, que se abraza con algunos de sus compañeros en medio de las chanzas. ‘Rafa’ Núñez, de 69 años, llegó hace más de 20 a Barranquilla, producto de amenazas y ataques de los paramilitares en Real del Obispo, un corregimiento de Tenerife, Magdalena.

“Ellos me acogieron cuando llegué, y a esto me he dedicado desde ese entonces. Mi esposa, que falleció hace cuatro años, y mis hijos han vivido de esto. Hoy ellos trabajan en otra actividad, pero yo sigo dándole a las palas. Acá seguiremos”, concluyó.

El desayuno se sirve cargado desde las 5:00 a.m.
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