Un ingeniero civil, ya bastante maduro, que se flageló cinco veces en la Semana Santa de Santo Tomás, su pueblo natal, vive en Barranquilla en el quinto piso de un edificio de apartamentos estrato seis. Aludo a esta circunstancia porque la mayoría de los penitentes vienen de hogares agobiados por la pobreza y la ignorancia, lo que en gran medida explica esos sangrientos espectáculos, patéticas representaciones del martirio de Cristo, que los televidentes observan con asombro todos los viernes santos.
A diferencia de los penitentes desposeídos, que se flagelan para obtener del Crucificado la sanación de un ser querido en artículos de muerte, el ingeniero lo hizo para apaciguar la intranquilidad de conciencia que le produjo el haber destruido abrupta e injustamente una relación sentimental que ya duraba 24 años; un amor que entre él y su vecina germinó en la infancia, mientras jugaban descalzos en la arena al papá y la mamá, que floreció con alegría de primavera en la adolescencia y que vino a madurar en la primera juventud de los dos, cuando juntos alcanzaban en el patio de él o en el de ella, sin cercas que los separaran, los jugosos mangos que les endulzaban la vida.
Desde el mismo instante en que el ingeniero, desnudo hasta la cintura, con un capirote de penitente y una pollera blanca que le llegaba a los tobillos, se dio en la calle de la Cruz los primeros golpes en la espalda, entre los mayores del pueblo comenzó a difundirse un rumor que asociaba la penitencia con la lejana pérdida del amor de la vecina, Esther Mubarak, una muchacha recatada, bonita y de alegre sonrisa, nieta de libaneses que se instalaron en Santo Tomás a mediados del siglo pasado.
El ingeniero no ignora que sus coterráneos creemos haber adivinado los motivos de su penitencia, pero no resulta fácil insinuarle que nos hable de su experiencia de penitente; no solo porque flagelarse en público no parece armonizar con su profesión, con su condición de hombre culto y con recursos, sino también por pudor, porque no puede hablar, aun cuando solo sea de los latigazos con que laceró su carne, sin la molesta sensación de que el interlocutor piense, como quizá no puede evitarlo él, en los sentimientos compartidos con su vecina, rotos hace ya mucho tiempo.
Amante de la música, aficionado a congas y timbales que toca con sus manos ya encallecidas de ingeniero de obra, no de escritorio, le llevé, como para disculparme de mi imprevista visita, un CD con interpretaciones de Mongo Santamaría, que festejó con aplausos y bailó luego del primer trago de whisky 18 años que tomamos.
Apagada la música logré que habláramos, como me lo propuse, de la proximidad de la Semana Santa, de sus dulces y procesiones, del temor de que saliera sangre de un árbol cortado en Viernes Santo, como dicen que le ocurrió a Bernardo Aguilera, en fin, de cómo era el pueblo en que nacimos, sin acueducto, sin luz eléctrica y sin letrinas. Recordamos, riéndonos con gusto, burlándonos del pasado, que los varones, que no podíamos usar bacinillas por ser un adminículo para mujeres, hacíamos las necesidades mayores en las afueras del pueblo, si se presentaban de día, o en el fondo del patio si surgían en la noche, lo que fomentaba el festivo vuelo de las moscas que luego caían sobre los alimentos y hacía de nosotros niños lombricientos y pipones.
En estas condiciones de primitivo, le digo, resultaba fácil castigar el cuerpo, aceptar las flagelaciones, que entonces no desaprobaba la Iglesia. Recuerdo que en una Misa de Tinieblas, que se celebraba el miércoles santo, atemorizante porque en ella se apagaban los cirios y las lámparas a gas y gasolina, le oí decir al sacerdote en lo oscuro unas palabras que ahora entiendo como una manera de estimular la flagelación: al contrario de las plantas, que dan flores y frutos, el cuerpo solo produce excrementos y malos olores.
A estas alturas ya no me parece del todo imprudente preguntarle por su experiencia de flagelante, pero el ingeniero me distrae, después de tanto tiempo sin vernos se engolosina con los recuerdos que estamos compartiendo.
–Es mucho lo que ha cambiado Santo Tomás en los últimos años, dice. Con el acueducto, con agua en abundancia, florecieron jardines, mangos y nísperos en todas las aceras de las calles; y con la luz eléctrica desaparecieron los fantasmas que nos aterrorizaron en la niñez, sobre todo esos difuntos, casi siempre dizque parientes resentidos o muertos en pecado, que salían de sus tumbas a cualquier hora del día o de la noche a caminar por los corredores de las casas y a pedirles a todos los que los veían que les hicieran misas para salir del purgatorio. ¿Te acuerdas de Mochila Quemá? –Sí, claro, era el que mataba los cerdos en mi casa. –Bueno… tan familiarizados estábamos entonces con los espectros que una mañana ese señor vio a su difunta madre barriendo el patio de la casa y le dijo con tranquilidad: no, mama, ya usted se murió, no siga barriendo; devuélvase mama, devuélvase para donde Dios la tenga, deje de andar penando por aquí.
Las nuevas generaciones, agrega, nada saben de espantos. Aquellas calles, barrizales en que hociqueaban los puercos, están ahora tan bien pavimentadas que cuando me visitan amigos cachacos los invito a hacer un citytour en mototaxi. ¿Cómo te parece?
–Fantástico, ahora se vive con más comodidades, no hay casa que no tenga televisor, computador, nevera, estufa, pero ¿no consideras que en esta época, en la que creo se sobrevalora el cuerpo, con gimnasios por todas partes, con desnudos bellísimos en portadas de revistas lujosas, deberían haber desaparecido ya las flagelaciones?
El ingeniero se reacomoda inquieto en su butaca, siente sin duda que la pregunta conlleva una segunda intención que le molesta, que lo implica; toma un sorbo de whisky, reflexiona un tanto y me responde: no olvides que las creencias de los pueblos son mucho más fuertes que las filosofías, las ideologías, incluso las tecnologías. Ni en Rusia ni en Cuba han podido con ellas.
–Ya sé que eres creyente católico y, además, conservador, como tus mayores; dicen en el pueblo que tu familia, la de tu copartidario, el exmagistrado Miguel Restrepo la de tu cuñado Julián Robledo y la del exalcalde Pericles Hernández todos godos, son los dueños de la misa del Jueves Santo, no hay quien se atreva a quitarles el palio, le comento, con lo que suelta una carcajada que confirma la veracidad de la observación. Deja de reír cuando agrego, sin ambages: tan fervoroso creyente eres que te 'picaste de penitente' cinco veces, eso es para machos.
–No me recuerdes, por favor, que me gané en una fiesta la mala e inmerecida fama de machista y desbaratabailes; no quiero que me recuerden la pelea con los gringos que vinieron a esa fiesta.
–¿Cómo puede una persona educada aceptar y someterse a una penitencia que produce tanto dolor?
–Eso no duele, el preparador me dijo que me diera los primeros golpes con todas mis fuerzas; fue un buen consejo porque luego de caminar los primeros cien metros no sentía nada en las carnes que flagelaba con esa disciplina que, como tú sabes, lleva en las puntas siete bolas durísimas de cera de abeja. Cuando, después de casi media hora de tranco largo llegué a la cruz y me incliné para rezar el Credo ante ella, ni siquiera sentí las cortadas que con una cuchilla de afeitar me hizo el preparador para drenar la sangre acumulada a la altura de los riñones. Al levantarme y continuar dándome latigazos allí, ante la cruz, supe, por el horror que veía en las caras de los que tenía enfrente, que mi sangre salpicaba con los golpes a los que estaban detrás de mí. Lo que sí es para machos de verdad es la arena que te quema los pies descalzos. Un poeta de aquí, de Barranquilla, a quien admiro mucho, no por la dimensión de su fe sino por la hermosura de sus versos, se picó de penitente, quizá molesto con su homosexualidad, y luego publicó un reportaje titulado 'Quitándome la maricada', en el que dice que lo más bravo es la arena caliente, 'es como caminar sobre carbones encendidos', escribió.
¿Te formuló un sacerdote la penitencia o prometiste hacerla por tener algún pariente enfermo? Ni lo uno ni lo otro, hace años no me arrodillo en un confesionario. Me sentía angustiado, culpable, aún no he dejado de sentirme así a pesar de mis flagelaciones. Uno no solo se castiga para agradecerle un favor a Jesús, puede hacerlo para tratar de perdonarse uno mismo.
–¿De qué te sentías culpable? ¿De la pelea con los gringos? Eso ocurrió hace mucho tiempo.
–Nunca he hablado ni quiero hablar de las razones que me llevaron a flagelarme porque tú y todos en el pueblo las saben, no vengas a hacerte el pendejo. ¿Cómo te parecen los goles de Muriel? Pregunta un tanto fastidiado, lo que me obliga a despedirme luego de elogiar el gambeteo del futbolista tomasino que juega en Italia.
La verdad es que la penitencia de nuestro ingeniero es una consecuencia de esa buena costumbre que tienen las tomasinas de volver con el novio conquistado en tierras lejanas, sea este suizo, norteamericano o cachaco, para casarse con él en el pueblo, lo que le da prestigio a la familia de la casada. Declaro sin vanidad que recibí la tarjeta de invitación, con fecha de 22 de marzo, al matrimonio de Juliana Carolina, médica egresada de la Universidad Javeriana, con Bill Steven, un gringo que vendrá de Filadelfia con 43 invitados a Santo Tomás.