Parece que fue ayer cuando el rubio de oro se bajó del pódium. Cuarenta años han pasado desde que Helmut Bellingrodt se bañó de plata. Un metal que tenía destellos de oro, dada la pobreza franciscana del país en cuestiones olímpicas.

La primera en Múnich, haciendo gala a sus ancestros, y la segunda en los Ángeles. Los caballeros repiten, y él repitió, nada fácil por esa acción inexorable del tiempo para marcar el derrotero de la vida, y más, en este país amnésico por naturaleza, donde las promesas son páginas que se lleva el viento.

Helmut pertenece a una estirpe de extranjeros inmigrantes que entraron a esta ciudad para hacer de ella en el siglo pasado la puerta de oro de Colombia. Barranquilla floreció gracias a esa fuerza arrolladora que vino de muy lejos.

Cuando conquistó la primera medalla en tierra teutona, el mundo conoció la imagen de un joven con apariencia de estudiante, de piel blanca, cabellos rubios y ojos azules, que había nacido en Barranquilla, una ciudad abrazada por el río y el mar, caliente y húmeda, que nada tiene que ver en su parecido con el país de los ancestros del medallista.

Desde ese día cuando se bajó del pódium, la vida de este joven agraciado cambió por completo. Arquitecto de profesión, inició su carrera diplomática aprovechando esa aureola especial que da la conquista de la medalla.

A diferencia de muchos Olímpicos, las medallas de Helmut le han servido para escalar posiciones. Algo parecido con lo sucedido con María Isabel Urrutia, la medallista de oro, y el gol olímpico de Marcos Coll.

A Helmut lo conocí cuando fue director de Jundeportes, en ese entonces me iniciaba en las lides como instructor de baloncesto, entonces pude darme cuenta de su calidad humana y su sentido de pertenencia por esta tierra.

El tiempo pasó y él se colgó la segunda medalla continuando con su carrera de diplomático, sin abandonar su jabalí del alma, a sus amigos y a su Barranquilla.

Al lado de Alejandro Urueta y Francisco Paco Gallardo, amigos inseparables, en muchas ocasiones hemos sabido dibujar la vida de sueños y promesas.

Después de esa última etapa como director de los juegos Centroamericanos y del Caribe en esta ciudad, Helmut albergaba en lo profundo de su ser, poder regresar al mundo diplomático. Después de una larga espera, cuando el sol comienza a verse con los colores del alma, le llega la buena hora que lo coloca como cónsul en Cuba. Ahora podrá por fin cumplirle la promesa a la VirgenMorena de Santa Clara por la gracia concedida, esta vez no subirá al pódium por una medalla más y será este el último tiro certero bañado en oro.

Por José Deyongh Salzedo

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