Antes de ser artista, fue tormenta. En una casa de Santo Tomás, Atlántico, una niña convertía la arena mojada en cuerpos humanos y la madera vieja en criaturas con alma. Se llamaba Rosa, como flor, como color. Su perro Milo la seguía por el patio mientras ella, sin saberlo, empezaba a dibujar la historia de una mujer que años después le plantaría cara al machismo con una sola arma: su nombre.
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Rosa María nació el 23 de marzo de 1955. Aunque vino al mundo en el Hospital de Barranquilla por complicaciones de salud, nunca dudó en decir que es tomasina de corazón. “Mi madre es de aquí, de Santo Tomás, y mi papá era de Soledad. Por eso digo que nací por accidente en Barranquilla, pero mi vida y mi arte nacieron aquí”.
Desde pequeña, la creatividad fue su forma de comunicarse. Hacía muñecos con cartón, tallaba figuras en madera, y jugaba a crear cuerpos con arena mojada. “Yo desde niña me manifestaba a través del arte, como si ya lo trajera por dentro”.
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Fue esa sensibilidad la que la llevó, años más tarde, a la Escuela de Bellas Artes, aunque ya antes había aprendido por correspondencia lo que era la teoría del color, las escalas tonales y los secretos del bodegón.
Pero el momento que marcó su destino llegó en 1967. Una vecina la invitó a ver una exposición del expresionismo alemán en el antiguo Banco de la República, en el Paseo Bolívar. “Ver esas obras me transformó. Sentí que me enfrentaba por primera vez al verdadero arte. Era una revelación y me supo marcar”.
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Un manifiesto de libertad
Durante los años ochenta, empezó a usar el arte conceptual como vehículo para cuestionar el lugar que la sociedad patriarcal asigna a las mujeres. Su cuerpo se convirtió en territorio artístico, en espejo crítico. “Mis obras empezaron a reflejar lo que significa ser mujer, ser artista, ser Rosa porque es mi nombre, pero también es flor, color, símbolo, mi naturaleza. Yo me compenetro con mi nombre, construyo desde ahí mi identidad artística. Mi cuerpo es mi palabra. Mi historia está ahí”.
Y Rosa, como nombre, fue semilla fértil. “Mi primera obra la quise hacer a nivel fotográfico porque encontré que todo eso que quería manifestar me lo daba la fotografía. Aunque antes hice bocetos, pasteles, dibujos, la imagen fija capturaba lo esencial, que es ese instante en el que me integro a la naturaleza a través de mi ser y mi nombre”.
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Fue entonces cuando comenzó su emblemática serie Soy una rosa. En ella, Rosa aparece con su rostro al natural, coronada de rosas, las manos teñidas con pigmento rosado.

Toda una radical
Rosa no nació flor, se hizo flor. Brotó desde adentro, sin que nadie la empujara, sin manuales, sin tutores, sin referentes a la vista. Y así logró ser parte de un grupo de artistas radicales en Latinoamérica. “Yo no hice arte pensando en vivir de él. Nunca fue esa mi intención. Fue una necesidad de expresar lo que tenía adentro, mi manera de nacer cada día, de morir cada vez. De ser mujer”.
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En ese entonces, ni sabía que su camino la llevaría a compartir espacios con más de 100 artistas mujeres de toda América Latina, elegidas por el impacto de su discurso visual, en el histórico encuentro ‘Mujeres Radicales del Arte Latinoamericano’. Allí, Rosa entendió que no estaba sola.
Así creó El nacer y morir de una rosa, una de sus obras más emblemáticas, realizada en 1980, cuando aún cursaba estudios.
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“Esa obra habla de lo que soy, de la vida, de cómo nos marchitamos, y de cómo el tiempo pasa, de cómo se muere una rosa”.
Fue en ese mismo proceso donde encontró en la fotopintura, una herramienta poderosa para unir técnica y sentimiento. Participó en el Salón Atena de 1984, donde los críticos destacaron el carácter novedoso de su propuesta: fotografías intervenidas a mano, pigmento sobre la imagen, mezcla de lo vivo con lo etéreo (intangible).
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“Gracias a ello, mis obras también han sido expuestas en el Museo de Arte Moderno de Barranquilla, Bogotá y Medellín. En El Dorado de Bogotá y en el Museo Brooklyn de Nueva York”.
