El intento de magnicidio en contra del precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, del Centro Democrático, uno de los más férreos críticos del gobierno de Gustavo Petro, y la posterior veintena de ataques terroristas cometidos en el suroccidente del país por las disidencias de las Farc, al mando de ‘Iván Mordisco’, una escalada violenta que dejó ocho muertos y más de 30 heridos, hizo revivir –para muchos– el terror sembrado por los carteles del narcotráfico que se sembró a finales de la década de los 80 y de los 90.
En aquellos años, especialmente entre 1987 y 1990, fueron asesinados cuatro candidatos presidenciales: Jaime Pardo (octubre de 1987), Luis Carlos Galán (agosto de 1989), Bernardo Jaramillo (marzo de 1990) y Carlos Pizarro (abril de 1990). Además, la periodista Diana Turbay (mamá de Miguel Uribe) fue secuestrada y asesinada en 1991 por el cartel de Medellín, liderado por el narcotraficante Pablo Escobar, marcando la época de violencia política más horrenda en la historia de la nación.
La guerra entre narcos, guerrillas y paramilitares llenaron de sangre las calles colombianas y por poco someten la democracia colombiana; sin embargo, las instituciones, en medio de sus señalamientos y fragilidades, lograron sostenerse con cambios sustanciales tras la crisis vivida. Hoy, tres décadas después, los fantasmas del horror volvieron a pasearse por el país alimentados por una mutante violencia, el crecimiento exponencial de los grupos armados ilegales y por los elevados niveles de crispación política.
Sin embargo, de acuerdo con cifras oficiales (asesinatos, masacres y secuestros), expertos y analistas, Colombia aún está lejos de volver a vivir ese horror. Una de las principales diferencias radica en la fragmentación de los actores armados. Hace 30 años, las Farc, el ELN, y los grupos paramilitares eran los principales blancos del Estado; no obstante, ahora el crimen organizado –que no cuenta con una voz de mando unificada– registra acciones mucho menos predecibles y sus decisiones son cada vez más dispersas. El conflicto está dividido y no es tan frontal.
Eso sí, de no aprender de su pasado y no tomar acciones concretas desde el poder del Estado, el país podría volver a verse las caras de frente con un monstruo que se creía había desaparecido o, por lo menos, disminuido en su capacidad de infundir temor.
“Es cierto que Colombia no tiene las cifras de homicidios de los años más oscuros, pero esto no significa que la situación de seguridad sea buena ni suficiente. Hay regiones del país donde estructuras criminales siguen teniendo un poder territorial, recursos y capacidad armada. Hace muy poco el propio gobierno tuvo que declarar un estado de emergencia por la violencia, lo que confirma que la seguridad es frágil y es desigual. No hablamos solo de los atentados como el que le sucedió a Miguel Uribe, que por supuesto es gravísimo, sino también de asesinatos sistemáticos de líderes sociales, amenazas a periodistas, ataques a la fuerza pública, reclutamiento de menores, violencia contra comunidades enteras, además de una violencia estructural que es también silenciosa, pero muy peligrosa y es la desigualdad, la falta de servicios básicos, de oportunidades, de acceso real a la justicia, eso también genera inseguridad”, indicó Sergio Morales, coordinador académico de la Facultad de Estudios Jurídicos Políticos Internacionales de la Universidad de La Sabana.
“Nadie debe tener miedo de participar de decir lo que piensa, de ejercer su liderazgo. Yo creo que esta es la base mínima de una democracia, porque esos indicadores de los 80 y los 90 que nos decían la situación de inseguridad en el país tenían una afectación muy grande para las personas, que no creían en las instituciones. Hoy siento que la Constitución de 1991 ha dejado algo muy fuerte y que podemos empezar a trabajar. Y también tenemos un evento muy importante como lo fue el Acuerdo de Paz, que fue esta oportunidad que nos dejó grandes tareas pendientes. Se prometieron garantías, justicia transicional, transformación del campo, presencia estatal, pero la implementación ha sido lenta, incompleta, en algunos casos abandonados y aún estamos a tiempo de cumplir esas promesas. (…) Pero hay que tomarse en serio la seguridad como una política integral, no solo como una estrategia militar o policial, sobre todo en el marco de un Estado social de derecho”, agregó.
En este sentido, Luis Fernando Trejos, investigador de la Universidad del Norte, aseguró que la violencia está cada vez menos centralizada y, a diferencia de los años en mención, los grupos armados ilegales no desean tener una confrontación directa con el Estado colombiano.
“La situación actual de seguridad es grave, pero no a nivel nacional, sino que la violencia armada se ha focalizado en territorios particulares, gran parte de ellos ubicados en zonas periféricas, teniendo hoy escenarios críticos en el Catatumbo, en el Cauca, Valle del Cauca, Guaviare, sur de Chocó. pero muchas de estas violencias obedecen a factores locales y están arraigadas al control de la mayor cantidad de territorio posible y la administración de las rentas legales e ilegales que se desarrollan en ellos”, explicó.
Renglón seguido agregó: “Es decir, no se puede hablar de que estas guerras tienen una articulación nacional o dependen o se derivan de planes estratégicos que busquen poner en jaque al Estado nacional”.
Opinión del Gobierno
El viceministro de Asuntos Multilaterales, Mauricio Jaramillo Jassir, aseguró que el ataque al precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay fue un “atentado a la democracia”, y aseguró que este “gravísimo hecho” no implica que el país vuelva al nivel de violencia de hace 40 años.
“Es un atentado contra la democracia, contra la pluralidad del Estado de derecho”, agregó.
“En la década de los noventa, se llegó a los 70/80 homicidios por cada 100.000 habitantes. Hoy, esta tasa, que de todas maneras nos preocupa, es de 23/25”, concretó Jaramillo.
Control de los ilegales
El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) ha observado una degradación constante de la situación humanitaria en Colombia, la intensificación gradual de las hostilidades y la multiplicación y fragmentación de grupos armados que han aumentado su control sobre las comunidades y la población civil.
Esta situación es patente desde 2018 (dos años después de la firma del acuerdo de paz), pero se agravó en 2024 y en los primeros meses de 2025, lo que se refleja en las cifras de víctimas civiles de artefactos explosivos, de desplazamientos forzados y de población confinada, que se han disparado de forma alarmante.