
¿Por qué lo mataron?
Con esa manera de poner en cuestión todo el orden religioso vigente, también nosotros hubiéramos gritado: “crucifícalo”.
Lo mataron por sus opciones de vida frente a Dios y su relación con el hombre. Su trasegar, sus discursos, pero sobre todo sus acciones cotidianas lo hicieron un “escándalo” para el orden religioso y social del momento. Su ministerio no respondía a las expectativas de ninguno de los grupos humanos con los que interactúo. Haber identificado la causa de Dios con la causa del hombre lo hace insoportable para los líderes de la religión oficial. Hans Kung lo expresa en estos términos: “Para la gente de la ley y el orden, se mostró como un provocador peligroso para el sistema; a los activistas revolucionarios los desilusionó con pacifismo sin violencia; a los ascetas pasivos y separados del mundo, por el contrario, con su desenvuelta mundanidad; a los piadosos adaptados al mundo, por último, les pareció muy poco comprometido. A los taciturnos les resultaba demasiado ruidoso y a los ruidosos demasiado callado, a los severos demasiado liberal y a los liberarles demasiado riguroso”.
Por tanto su manera de vivir estaba en conflicto con los intereses religiosos predominantes en esa sociedad. Ponía en riesgo todo lo que esa comunidad consideraba sagrado, y sabemos que en ello descansaba todo su orden social. Proponía destruir el templo – lugar físico de la presencia de Dios- (Juan 2,18-22) y aseguraba que no era fundamental en la relación con su Padre (Juan 4,21); No practicaba lo que ellos consideraban esencial para su religiosidad, como por el ejemplo el ayuno (Mateo 9,14), ni el estricto precepto sabático (Juan 9,16), tampoco las consideraciones mosaicas del divorcio (Mateo 19,1-12), menos aún lo que dictaba la ley religiosa para reaccionar ante el enemigo (Mateo 5,38-41), se negaba a la discriminación de los leprosos (Marcos 1,40-44) y se sentaba a la mesa con todos los despreciables para esa sociedad (Marcos 2,16); viviendo con la alegría festiva de quien se sabe amado por Dios, tanto que lo consideraban un borracho y un comilón (Mateo 11,19).
Cuando hago este inventario entiendo que los hombres fieles de la época lo hayan condenado a muerte. En ese contexto me suenan ingenuos algunos de mis contemporáneos que dicen: “Si yo hubiera estado allí, lo habría defendido.” ¡Qué va! Con esa manera de poner en cuestión todo el orden religioso vigente, también nosotros hubiéramos gritado: “crucifícalo”.
Lo mataron por hereje, por blasfemo, por contradecir todo lo que ellos consideraban verdad absoluta. Su muerte violenta es consecuencia de su decisión de mostrarnos que lo que agrada al Padre es una praxis de misericordia que va más allá de todos los rituales vacíos y desencarnados (Mateo 9,13). Siempre fiel a la voluntad del Padre de estar a favor de los pobres, los marginados, los despreciados, los que no tienen posibilidades y necesitan vivir en plenitud desde la libertad (Lucas 4, 18-21). Sus asesinos, que habían hecho de la religión una pesada carga caracterizada por el sufrimiento, el sacrificio, el dolor, no podían aceptar que él propusiera que había venido para que tuviéramos vida y vida en abundancia (Juan 10,10b). Esa es la causa religiosa de su muerte que empujó la causa política, porque al poner en jaque el sistema religioso arriesgaba todo el orden social, y por ello se pidió a los romanos que lo ajusticiaran (Mateo 27,1-2).
Jesús asume esa consecuencia de su vida (Juan 10,18) y entiende que está en el plan de su Padre (Juan 3,17).
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