Colombia atraviesa un debate ambiental que se volvió emocional antes que racional. Mientras se critica la minería formal y los hidrocarburos por sus impactos, se fortalecen actividades que generan presiones ambientales mucho mayores, pero sin las mismas exigencias regulatorias ni análisis de riesgo. Es un doble estándar que, lejos de proteger los ecosistemas, los expone a mayor degradación.
Hemos construido un discurso en el que la minería es la responsable de todos los males ambientales, cuando en realidad es el sector con mayor nivel de supervisión, monitoreo y compensación del país. Una operación minera no abre una sola zanja sin licencia, estudio de impacto, plan de cierre, seguimiento institucional y medidas de compensación obligatorias. ¿Cuántos sectores productivos tienen esa vigilancia?
Sin embargo, crecen sin cuestionamiento actividades como la ganadería extensiva, la expansión agrícola en zonas frágiles, la colonización en áreas de reserva y la minería informal e ilegal. Los indicadores de deforestación están asociados mucho más a esas prácticas que a la operación minera formal. Esa incoherencia no solo desorienta a la opinión pública, también debilita la política ambiental.
El país exige transición energética, electrificación, paneles solares, movilidad eléctrica y sistemas de almacenamiento. Pero se olvida que todo eso depende de minerales y combustibles fósiles: cobre, níquel, molibdeno, silicio, tierras raras, petroquímicos. No hay transición sin minería e hidrocarburos; no hay energías limpias sin extracción de recursos. Pretender lo contrario es relegar a Colombia a importarlo todo, endeudarse más y renunciar a ingresos que podrían financiar la diversificación económica regional.
Mientras Colombia restringe y judicializa, otros países aceleran licencias, capturan mercado y atraen la inversión global. Chile profundiza litio y cobre; Perú prepara nuevos proyectos; Brasil se consolida como potencia minera continental y Guyana es el nuevo rico petrolero. Nosotros, en cambio, convertimos la minería legal y la exploración petrolera en un debate moral, cuando debería ser un debate estratégico.
Otra incoherencia: se critica el carbón colombiano por sus emisiones, pero cuando disminuye producción, el país compensa con mayor importación de diésel para generación térmica y transporte. Cambiamos un producto que exporta regalías, empleo y divisas, por uno importado que genera dependencia y no deja beneficio territorial.
No se trata de negar impactos. Sí los hay. El punto es que un país serio los gestiona. La minería bien hecha puede, de hecho, financiar restauración, áreas protegidas y ciencia aplicada. Pero cuando el país le cierra la puerta a la minería legal, se abre automáticamente la puerta a la ilegal. La naturaleza no deja vacío.
Colombia necesita una política ambiental coherente: misma exigencia para todos los sectores productivos, priorización de la formalidad, trazabilidad pública de impactos, ejecución de compensaciones verificables y un compromiso de transición que tenga sustento financiero y material.
La doble moral ambiental no reduce daños. Solo muda el origen de la afectación y elimina la capacidad del Estado de gestionarla. La defensa del ambiente pasa por fortalecer la extracción de sus recursos no por expulsarla del territorio. El país no necesita antagonismos artificiales entre sectores, sino asumir con honestidad una realidad sencilla: sin minería no habrá transición, y sin formalidad no habrá sostenibilidad.
Porque proteger el territorio no es renunciar a los recursos que lo sostienen; es administrarlos con inteligencia, conocimiento y visión de futuro.
@amatzuluaga1








