Quizás uno de los más grandes conferencistas norteamericanos fue Dale Carnegie. Este hombre conocía el arte de hacer amigos, y una de sus claves para evitar la animosidad social era tan simple como poderosa: ignorar aquello que resultara ofensivo para el otro. En su extensa obra, insistía en que la fórmula para no caer en la trampa de la hostilidad —ese arrabal al que a veces nos empujan nuestros contrarios— es recordar que el ser humano no es una criatura completamente lógica.
Erróneamente, se creyó que, con la invención del método científico y la ilustración, se experimentó un deslumbramiento enceguecedor, y muchos se convencieron de que por fin se hallaba el camino del razonamiento como la única directriz de la especie. Pero se ignoró que las personas seguían siendo movidas por toda clase de cosas irracionales como los prejuicios, el orgullo, la vanidad y los sentimientos.
No resulta entonces demasiado extraño por qué en la utopía del señor Huxley la paz total de los Estados y la felicidad absoluta de los individuos se obtuviera, entre otras cosas, gracias al pacífico condicionamiento psicológico que se venía implementando a través de décadas enteras. Tal era la clave para acabar con las guerras y discordias, y alcanzar el mundo feliz: la emancipación de los fenómenos irracionales tal y como se conocen hoy en día.
Si bien la humanidad se encamina inexorablemente a los vaticinios de Huxley —incluso muy avanzados para este tiempo—, todavía falta demasiado para verlos, así que, mientras tanto, habría que sobrevivir con arreglo a las tesis de Carnegie. Pues es en nuestra vida cotidiana donde estas lecciones cobran sentido, no en las páginas de una novela de ficción, ni en ideas futuristas, sino en los patios y corredores de, por ejemplo, nuestra Universidad del Atlántico: un reflejo en miniatura de todas estas pasiones humanas. ¿Acaso no es la queja el deporte más antiguo del campus? Entonces, de allí se entiende desde el punto de vista racional que algunos no estén muy a gusto con que en la biblioteca haga demasiado frío, o las bancas del patio sean un tanto incómodas, o el consejo decida darle continuidad a la gestión administrativa del rector actual.
La incapacidad de aceptar que la vida universitaria, como la vida misma, siempre tendrá incomodidades y tensiones, es lo que nos lleva a fracasar como sociedad. Aprendamos entonces a convivir con ellas sin que nos arrastren a ese precipicio de hostilidad del que hablaba Carnegie.
Andrés C. Palacio
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