Los sensores han complicado la vida de los artistas callejeros en estos últimos tiempos. En la congestionada calle 72 con carrera 44, un trío cuarentón de acordeón, caja y guacharaca destartalada intenta subirse al primer bus que les permita la entrada. Podría ser un Lucero San Felipe, un Sobusa, o un Coochofal sin sensor, pero de esos casi ya no hay. Son el pez gordo que pelean las agrupaciones como la de Arturo, Samuel y Pablo, los ‘Cuchi-Cuchi del vallenato’.
A la orilla de la calle, paralizados entre el emblemático estadio de fútbol Romelio Martínez y el banco AV Villas, los tres ‘mosqueteros’ del folclor son rechazados por unos cinco conductores, antes de poder ingresar a su primera tarima del día. Un gran naranja que viene de los barrios Me Quejo y Nueva Colombia, y que atraviesa por toda la 44, les abre las puertas, atendiendo–por fin– la seña de brazo delgado estirado con pulgar arriba del acordeonista.
Arturo Fabio Hernández es quien teclea, estira y encoge el instrumento principal. Sube de segundo, acomoda bien el acordeón en su pecho llano y comienza a ambientar. Según dice el más delgado de los tres, odia estar en ese lugar y ni siquiera gusta del vallenato. Lo suyo es la salsa y la balada. Sin embargo, un accidente le impidió terminar sus estudios, el aburrimiento le hizo aprender a tocar el armónico de viento, y la necesidad lo obligó a subir a un bus y cantar.
'Damas y caballeros, muy buenos días, reciban un cordial saludo de los ‘Cuchi -Cuchi del vallenato’. Hoy les traemos una canción muy popular que dice así. A veeeer', anuncia Samuel Luis de la Osa, mientras golpea la caja. Lo que sigue es la entonación de una canción de Diomedes Díaz, ‘Mensaje de Navidad’.
/'Unos dicen: Que buena las Navidades, es la época más linda de los años, pero hay otros que no quieren acordarse de la fiesta de Año Nuevo y aguinaldo (…) Que se olviden de los recuerdos, que se llenen de para bienes. Les deseo un próspero año nuevo y ventura pa' los que vienen'.
Mientras el bus avanza hasta la Murillo, los siete pasajeros que se mantienen fijos– otros vienen y van– sonríen tímidamente. La presentación del trío musical finaliza con algunos versos improvisados, que buscan motivar a los usuarios a meterse la mano al dril y pagar por el espectáculo. Todos aplauden.
/'Ay como que me está gustando, escuchen amigos míos. Como que se están bajando que el bus va un poco vacío. Hace rato lo noté y les digo a todos en mi cantar, que antes que se bajen todos, les vamos es a cobrar'.
EL CAMELLO
Después de pasar puesto por puesto, los ‘Cuchis-Cuchis’ recogen $1.300. La meta mínima para ellos es conseguir $20.000 diarios para cada uno. Según sus cuentas alegres, eso implica subirse a al menos unos 40 buses.
'Antes era más fácil, los choferes nos acogían, nos paraban el bus. Ahora siguen de largo y nos cierran la puerta (...) Con los sensores nos están quitando la cuchara de la boca', reprocha de la Osa, un barranquillero de 48 años que lleva 35 tocando sobre ruedas.
Al tiempo que recuenta y organiza las monedas, le bromea a sus compañeros, con quienes trabaja desde las 7 de la mañana hasta 'cuando aguanten'. Empiezan en la vía Cordialidad y terminan en cualquier parte de la ciudad.
'Mírelo cómo está de estresado. Antes este señor estaba gordo, no tenía canas. Ya lo mandé a colgar una cuerda en el cuarto, uno nunca sabe', chancea De la Osa entre risas, mientras le hace mofas a Arturo Fabio, de 56 años.
'Yo no quería estar aquí, pero me cogió la soga y me trajo', replica el hombre, ante la mirada desaprobadora de Pablo Lora. El de la guacharaca lo regaña cada vez que puede porque según considera, hay que agradecer la profesión que tienen.
'Yo levanté a mis hijos a punta de buses. Uno aquí, malo o bueno, es mejor si se monta a bus armado con guacharaca y acordeón que con pistola a atracar', advierte Lora. No dice que él pueda hacerlo, no lo cree. 'Estoy muy viejo para eso'.
SALTO A LA FAMA
José Gregorio Pérez es un rapero venezolano de 22 años y ojos verdes que baila con los brazos cada vez que habla. Lleva una gorra, tenis deportivos y una corneta roja sujetada en su bolsillo. El aparato conecta un cable que sube hasta su oreja. Es un micrófono de diadema que compró a $35.000 en el centro, su primera y gran inversión desde que abandonó los buses de su país para subirse en los de Barranquilla.
Su nombre artístico es Gregor MC, que en inglés significa Master of Ceremonies. En español, maestro de ceremonias. Mientras se presenta deja de fondo una pista, antes de cantar calienta la voz, no toma agua fría para arruinar sus cuerdas vocales y ensaya constantemente para 'pulir' los detalles de su presentación.
'Claro que hacer música en los buses es una forma de ganarse la vida, pero yo lo veo más como una vitrina para dar a conocer mi música. Mi trap y dance hall', asegura Gregor, mientras sacude las manos con su ‘flow violento’.
/'Recuerdo aquel día en que cogí mi maleta. Me fui con el sueño de cantarle a todo el planeta y dije ¿dónde están mi libreta y mi corneta? ... porque me voy a cantar en todos los metros y busetas'.
Con esa estrofa y luego de contar sus ideales a más de 15 personas en un bus Lucero San Felipe, su penúltimo viaje del día, Gregor recoge $10.800, un histórico para él. La única explicación que tiene es que la compañía de periodistas y cámaras le ha dado 'buena espalda'.
En ese bus también ocurre algo que lo deja pasmado y con las manos temblando, pero esta vez no cree que se trate de una 'coincidencia'. En la fila contraria al conductor del bus, en el octavo puesto, una mujer rompió en llanto al escucharlo. Al principio fueron algunas lágrimas que se le escaparon, rodando por las mejillas, a Grace Coronado, una secretaria de 53 años, quien recién salía del trabajo y que esperaba cumplir con una cita médica.
Las miradas se voltearon hacia ella, hacia su cara roja y su llanto. Gregor, entonces, asumió el rol de artista profesional y siguió cantando mientras se acercaba a la mujer, a quien los pasajeros pudieron relacionar con su madre, pero no, porque jamás se habían visto. Le dijo 'ven aquí' y la abraza fuertemente.
'Esto no me había pasado nunca, pero me llena de fuerza' cuenta el rapero de ojos verdes, mientras guardaba los billetes en su bolsillo, y prometía volvernos a ver. Quizás en algún otro bus, en otra tarima, o en otro país.
Dulces y cartillas
Para quienes no sienten que tienen el talento musical, están las ventas. En los buses de Barranquilla no solo hay conciertos, sino tiendas rodantes: plátanos y rosquitas, galletas, gomitas, lapiceros, bocadillos, maní, ajonjolí y hasta cartillas con salmos son ofrecidos a los pasajeros en medio del bullicio y el rebusque.
De esto último vive José Caballero, un moreno que comenzó a vender pasajes de la biblia en buses desde que tenía 13 años, cuando abandonó los estudios para ayudar a su madre, algo que hoy lamenta.
'Ella me decía que tenía que aportar a pagar la pieza, por eso nunca pude aprender a hacer otra cosa y ya llevo 22 años', cuenta el hombre, quien ya ha memorizado la gran mayoría de mensajes que comercia. El salmo 91, uno de sus preferidos, lo tiene tan aprendido que es capaz de citarlo sin respirar, como si fuera Gregor MC.
Su estrategia, cuenta, está en decir que los obsequia y que 'cualquier moneda del valor que sea será de mucha ayuda'. Bendice y extiende la mano.
'Mucha gente me regresa la cartilla y me da de $100 a $500 pesos. Eso es ganancia, así voy recolectando (...)En realidad no vendo como tal sino que pido ayuda. Da un poco de vergüenza, pero Dios me da fuerza', explica Caballero, quien tiene esperando en casa a una esposa y cinco hijos. Por eso, dice, hace lo que hace.
Entonces cada problema que se suma a su familia lo cuenta a los usuarios, mientras se zarandea en los buses. Incluso llega a levantarse la camisa y confesar que no puede hacer otro trabajo a causa de la peritonitis, enfermedad que sufre desde hace más de cinco años. Debajo del algodón de la tela tiene una cicatriz que le divide el estómago en dos partes.
'Yo quisiera dedicarme a otra cosa, me gustaría trabajar como decorador de fiestas', revela.
La competencia
Frente a la iglesia católica de San Roque, cuatro vendedores ambulantes de buses se cubren de una lluvia ligera que moja la localidad metropolitana de Barranquilla.
Mientras esperan un bus sin sensor, sacan a la luz los obstáculos que han 'complicado', según dicen, su existencia. Son dos situaciones, coinciden. Uno: el incremento de los sensores. Dos: el aumento de migrantes venezolanos.
'Yo entiendo la situación dura que ellos están pasando y todos tenemos derecho a trabajar, pero es que todos los pasajeros ahora se conduelen de ellos, como si nosotros no tuviésemos los mismos problemas. Si no llevamos plata, no hay comelona'.
¿Qué dice la ley?
El Código de Policía establece sanciones en su artículo 140 para quienes cometan invasión en el espacio público, norma que pretende frenar el comercio informal. Esta aplicación, sin embargo, no ha tenido cumplimiento actualmente teniendo en cuenta su declaración de inconstitucionalidad por el derecho fundamental al trabajo.




















