No es nada original la frase que intitula esta columna de hoy. Ha sido repetida cientos de veces, ya lo sé. Sin embargo, su validez sigue indemne, por supuesto sin la pretensión de que todo hay que entenderlo a través del fútbol. El recurso literario no es omnímodo.
En mi caso, las experiencias que he absorbido de este juego que me apasionó desde la niñez y luego se transformó en mi inspiración vital, mi compañía energizante, mi civilizada obsesión profesional; en fin, en lo que más me gusta hacer, ver, explicar, compartir, me autoriza a creer que la vida se ve proyectada-no explicada toda, ni resuelta, ni justificada- en las canchas de fútbol, en sus jugadores, en la multiplicidad de acciones que lo concretan, en su belleza, en sus frustraciones; en sus paradojas y contradicciones, en el ganar y perder.
En su compleja simplicidad. Cómo no haberme dado cuenta antes, en mis primeros partidos en las polvorientas canchas del barrio El Carmen, en aquellos lejanos años setenta, cuando miguelito, un fantástico malabarista del balón, entrenaba en pies descalzos al lado de José, el sobrino de uno de los directivos de la empresa que apoyaba al equipo, que hacía pases de una gran precisión con sus guayos de la marca de moda.
Y a lado mío, que no jugaba sin zapatos, pero tampoco calzado para una publicidad de una renombrada marca; y que anotaba, de vez en cuando, algunos goles. (Esto último, un fútil auto masajeo del ego).
Tres distintas realidades que al juntarlas en pro de un objetivo supieron convivir sin prejuicios y sin actitudes discriminatorias. El fútbol enseña eso para la vida.























