En Jay Kelly, que estrena este viernes en Netflix, Noah Baumbach vuelve al terreno que mejor conoce, el de personas que llegan a una edad donde mirarse al espejo exige algo más que sinceridad. Esta vez el protagonista es un actor famoso, interpretado por George Clooney, que carga con un pasado que ya no puede dejar en pausa. Con él viaja su mánager de toda la vida, Ron, interpretado por Adam Sandler, que lo acompaña mientras intenta reparar lo que la carrera, y sus propias decisiones, fue dejando atrás.
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Aquí, Baumbach y Emily Mortimer, quien firma su debut como guionista, escribieron el personaje con Clooney en mente. Cuando el director le envió el guion, el actor respondió casi de inmediato. “Leí el guion y pensé: sé cómo jugar a este tipo. Es un hombre que ha sido muy bueno en ser una estrella de cine, pero muy malo en la mayoría de las otras cosas”, cuenta Clooney.
A ese viaje se suma Ron, el mánager que lo ha acompañado durante décadas.
Para Sandler, el papel tocó fibras profundas: “Estaba emocionado de interpretar a alguien que se preocupa por otra persona tanto como Ron se preocupa por Jay Kelly. Su primer instinto siempre es sobre alguien más”.
La relación entre ambos sostiene gran parte de la película. Es un vínculo curioso: hay cariño verdadero, pero también una desigualdad que pasa factura. “Clooney y yo sabemos bien lo que significa lo que Jay Kelly está pasando —dice Sandler—. En el mundo del cine, la vida a veces se apaga alrededor de uno”. Lo dice con conocimiento de causa; lo interpreta con una mezcla de humor y ternura que se convierte en el corazón del filme.
Visualmente, Jay Kelly es un placer. Linus Sandgren, ganador del Óscar por La La Land, trabaja con sets prácticos que permiten que los recuerdos de Jay se vean como escenarios a los que se entra físicamente. No son flashbacks comunes: son espacios a los que el personaje accede como si abriera una puerta equivocada. Clooney se mueve entre esas memorias con una naturalidad que hace sentir que Jay, más que recordar, está tratando de desenterrar algo.

Baumbach lo explica de una manera precisa: “Cuando Jay entra en estos recuerdos, pierde velocidad. Son obstáculos. Son lugares donde la vida lo obliga a detenerse”. Y es justo ahí, en esa imposibilidad de seguir acelerando, donde la película encuentra su peso.
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En Italia —un país que Baumbach conoce bien y que filma con un cariño evidente— ocurre el tramo más íntimo del viaje. Jay vuelve a ver a su padre, interpretado por Stacy Keach, y se enfrenta a la distancia emocional que ambos dejaron crecer durante décadas. También llega el momento de la verdad con su hija mayor: una secuencia filmada como una caminata en un bosque envuelto en neblina, donde lo dicho y lo no dicho pesan por igual.
Y está la secuencia del homenaje: el festival italiano que decide celebrar la carrera del actor y que lo obliga a ver su vida convertida en clips. Es un momento que conversa con los clásicos, desde Sullivan’s Travels hasta All About Eve, y que subraya uno de los temas centrales del filme: cómo la memoria, en manos del cine, puede ser una forma de consuelo… o una condena.
Para Sandler, el rodaje también fue un ejercicio de introspección. “El cine es consumir: escribir, filmar, editar, mezclar… y eso te come diez meses al año. Esta película te recuerda que hay que decidir qué es lo que importa”, asegura. No suena a frase promocional sino a aprendizaje. Y quizás esa sea la virtud principal de Jay Kelly: una película que entiende la fama sin romantizarla y que mira la vida con una mezcla honesta de humor y cansancio.
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Clooney lo resume del modo más sencillo: “He visto mucha gente que se hizo famosa muy rápido y no lo manejó bien. Yo tuve suerte de que la fama me llegó tarde. Este personaje no tuvo esa suerte”. Esa mirada —entre compasiva y crítica, entre afectuosa y resignada— es la columna vertebral de un filme que no necesita exageraciones para decir cosas importantes.




















