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Cuando Leyla Cure comenzó a raspar las paredes viejas y cubiertas de moho de su nueva casa, descubrió que cada capa de color escondida la hacía cuestionarse sobre quiénes la habían habitado y qué recuerdos habían podido guardar allí. Detrás del rosa había un verde, un beige, un blanco. La mezcla imperfecta de colores pasados, esa estética de lo antiguo, le gustó tanto que decidió no cambiarlo.

Quizá esa decisión fue la primera de muchas para entender la casa como un cuerpo de imágenes y no como un simple objeto. Para querer restituir la memoria de aquel lugar y no falsearla por el afán de recrear lo vintage. De ahí a que muchos de los objetos de esta casa sean reutilizados y gocen ahora de una segunda vida.

En Casa Manoa las repisas son hechas con alfajor de bus con cadenas soldadas, el techo tiene rieles de tren, la base de la lámpara es una mole de cemento tomada de las obras de canalización de la calle 84, la mesa se soporta con una cercha de construcción, la caneca de la basura es un radiador de bus y la pared está decorada con una decena de brochas de pintura usadas. Una de las pinturas no está sobre un lienzo, sino sobre la cubierta de una nevera vieja, y muchos de los cuadros son el regalo de tías o amigas que estuvieron a punto de botarlos.

La entrada de la casa es un portón verde menta cubierto de plantas colgantes. Es, como la casa misma, una puerta escondida entre un edificio sin nombre y una construcción que la ocultan de lado y lado. En medio del caos y el ruido que ensordece la carrera 49c con calle 82, en el norte de Barranquilla, se abre la puertecita que lleva a un lugar casi tan surreal como verosímil.

Un lugar donde los lunes son para practicar yoga. Otro día, cualquier día, para pintar con acuarelas o para aprender cocina mediterránea. Para reflexionar sobre la astrología, el color como lenguaje o las artes herbales. Para cultivar jardines comestibles, hacer tu propio huerto o saber cómo cuidar cactus y suculentas.

'Esta es una casa donde convergen diversas disciplinas artísticas y de pensamiento que en perfecta simbiosis generan una oferta cultural', explica Leyla, psicóloga y gestora cultural, que dejó su empresa de importación de equipo automotriz para 'saltar y apreciar la red'.

El hallazgo de Manoa

Leyla regresaba en 2014 a Barranquilla sin reconocer ninguna de sus calles. La ciudad de su infancia era 12 letras que ya no le decían nada. Había pasado 11 años explorando afuera, habitando y encontrándose en los cinco continentes, que creyó que sus raíces estaban perdidas. Estuvo en Australia, Tailandia, Camboya, Laos, Indonesia, Ecuador, Líbano, Jordania, Egipto y Siria, por mencionar algunos países. 'Pero me sentía en blanco en Barranquilla', recuerda.

Su padre, entonces, le ofreció un espacio para empezar de nuevo. Uno ubicado en medio de una cámara de aire de un edificio de 50 años. El lugar era un gran corredor sin techo con escaleras que daban a un único cuarto sucio y viejo. A Leyla, pese al moho y al mugre, le pareció 'un hueco hermoso'.

Para ella, la casa es nuestro rincón del mundo, nuestro primer universo. Así lo propone el francés Gaston Bachelard, cuyos textos y ensayos defienden la poética del espacio, esa que –según Bachelard– nos hace poetas en la medida que busquemos en ella centros de simplicidad. De ahí que el filósofo considere la casa como un cosmos. 'Un cosmos en toda la acepción del término'.

Leyla, convencida de que una casa puede ser el relato de nuestra historia, quiso hacer de Casa Manoa un lugar donde convergen muchas historias. Las de cada uno de los objetos que habitan en ella.

Una ciudad perdida

Ciudad Manoa es un mito geográfico originado en el siglo XVI en Colombia. Los conquistadores españoles, esperanzados por la existencia de aquel paraíso dorado, emprendían expediciones para encontrarlo. Según la leyenda, se trataba de un valle inundado y rodeado por montañas, cuyas aguas descendían en verano dejando a la vista perlas de oro en el fondo. Le llamaban El Dorado.

Leyla supo de esta historia y decidió que así se llamaría su casa. Esta es una de las tantas casas culturales alternativas, –al menos 15 se han identificado en Barranquilla, según un recorrido periodístico hecho por EL HERALDO– que promueven actividades culturales de forma independiente. Algunas han cobrado tal fuerza que cuentan con apoyo financiero y/o institucional del Distrito y/o entes privados. Otras no, otras buscan ser sostenibles a través de eventos pagos–algunos gratuitos–, tal como lo hace Casa Manoa.

'¡Oh nostalgia de los lugares que no fueron bastante amados en esa hora pasajera! ¡Cuánto quisiera devolverles de lejos el gesto olvidado, el acto suplementario! ¿Por qué nos saciamos tan pronto de la dicha de habitar aquella morada? ¿Por qué no hicimos durar las horas pasajeras?', se pregunta el poeta checo Rainer Maria Rilke.

Versos como ese alimentan a personas como Leyla, a quien sus amigos y conocidos no dejan de regalarle cosas viejas. Antes de salir de su casa, Leyla señala una piedra intervenida con collage que adorna el jardín. Esa fue una de las primeras piedras que recogieron durante las obras para restaurar el espacio, comenta.

'Es que no se trata simplemente de reproducir lo antiguo porque este lugar ya contaba con una estética de lo viejo. Por eso la casa es para mí como una Ciudad Manoa, porque sentía que estaba llena de riquezas', dice Leyla, rodeada de cosas encontradas en una chatarrería, cosas que en algún momento parecían carecer de valor, pero que ahora, como el espacio mismo, tienen significado y memoria nuevas.