Transitaba por una autopista concurrida al filo de la hora dorada; ese efímero y mágico momento en el que todo puede ser ocaso o alborada, esos segundos sagrados o, en el mejor de los casos, esa fracción de minutos con idéntica luz y textura que se da antes que se constituya por completo la mañana, o que se presente en su totalidad la noche. Ese preciso momento que parece ser el tiempo en el espejo desnudando alguna verdad oculta del universo y su grandeza, el mismo que nos confunde y nos hace sentirnos amanecer y anochecer al mismo tiempo, el que jamás ha dejado de llamar mi atención y me ha sumergido en tantas preguntas sin respuesta; me abrazó de nuevo.

Los autos en la ruta norte sur, acompasados, equidistantes, como si sus separadores fueran invisibles, movilizándose todos sin prisa, pero así mismo, con poca pausa, en búsqueda simulada de un mismo horizonte, tal vez sin saberlo. Mientras tanto, flotando a través de las ventanillas; los árboles en ruta sur-norte. Viéndonos pasar de pie.

Como si todo fuese una unidad, con un mecanismo de funcionamiento ajustado y armónico, con un enorme magnetismo, todo se dirigía hacia un mismo lugar. Hasta las nubes lo hacían.

Me detuve en mis pensamientos imaginados y hechiceros y, puede oír la música que otros oían en sus vehículos, y al oírla, no me quedó otra opción que leer sus mentes, es decir, inventar tantas historias como fuera capaz y, adjudicarlas al mayor número autos en mi radio de acción. Algunas de ellas me llegaron a conmover por su dulzura, otras por su melancolía, unas más por frías, otras por insensatas y un par adicional, por atrevidas. Reparé en la mía, por demás emotiva, no creada, recién vivida.

Venía yo impregnado de afecto, con los poros untados de caricias amorosas de manos, voces y pieles con algo en común: La misma sangre. Lo cual no siempre garantiza el amor honesto, fluido y desprevenido, presente y manifiesto, pero en este caso sí. Aunque me sonroje lo diré, creo que hemos estallado en manifiestos de amor y nuestra expresión e intensidad está presente en nuestros encuentros, serán los genes, o la restauración del tiempo perdido. Repasé con cuidado los instantes recientes, les entregué un lágrima y una sonrisa, hacía tan poco palpitaban en mi cuerpo y, ya para el momento eran memoria. Todo es así. Todo se nos va de las manos y se convierte en recuerdo, no se puede retener el presente. Nacer es comenzar a morir, nos dirigimos al mismo lugar, solamente, paramos en estaciones diferentes, pero nos dirigimos, hacia el mismo lugar.

Unas gotas de lluvia esquiva humedecieron el vidrio panorámico, se confundían con rocío sin serlo del todo, la hora dorada y su breve espacio terminaron pronto, la luz fue de Luna, algunos giraron a la izquierda, otros a la derecha, pero solo, temporalmente.

Dejé que todo siguiera, como todo sigue y pensé que la vida es quizá eso y nada más que eso, un hermoso viaje para sumar recuerdos, para recolectar memorias. Probablemente la mayor parte del tiempo, nos distraemos tratando de detener el mismo, de almacenar objetos, o de adquirir materia. Hay algo que nos hace a todos iguales: nuestro destino final, no lo podemos olvidar, cuando lo hacemos olvidamos también de que se trata vivir. Todos, tenemos la misma posibilidad de desaparecer, de intrascendencia o de anonimato. Es posible que el solo derecho a la remembranza nos haga más iguales, más compasivos, sobre todo, con nosotros mismos, pues la mejor forma de no ser olvidados, es no abandonar la idea de abrazar un recuerdo.