
Los atajos
Al final, lo sencillo termina complicándose, y no es raro que aquellos que intentan cumplir con las normas terminen llevando la peor parte y sintiéndose como tontos, con el consecuente estímulo para abandonar las buenas costumbres y entregarse al desorden reinante.
En el acto que dictó la condena del ex magistrado Gustavo Malo, la Corte Suprema de Justicia invitó a los colombianos a «abandonar los atajos para alcanzar cada propósito», refiriéndose a las manifestaciones de corrupción que lamentablemente nos resultan tan comunes. Aunque es un mensaje ya trillado, la insistencia está justificada y habrá que repetirlo todas las veces que sea posible. A pesar del evidente daño que ese tipo de comportamientos nos ha causado, todavía tenemos que terminar de convencernos de que en la persistente costumbre de buscar atajos para todo lo que hacemos, sin detenernos a pensar en las consecuencias, está el origen de muchas de las cosas malas que suceden en este país.
Solemos culpar a los demás de casi todo lo que nos pasa, especialmente al gobierno de turno. Al parecer muchos creen que basta con que lleguen unos determinados funcionarios a ciertos puestos para que todo empiece a marchar sobre ruedas, como si el problema fuera únicamente ese y no el complejo, diverso e imperfecto conjunto de personas que componen cada sociedad. Aferrados a la idea de que el Estado debe encargarse de todo, aunque en Latinoamérica llevamos siglos demostrando que no puede, resulta más cómoda la posición que cede la responsabilidad, asumiendo así una taimada inocencia ante el extenso prontuario de asuntos que reclaman corrección. Ciertamente es más fácil repartir culpas que reconocerse parte activa del embrollo.
Por eso es tan importante el mensaje de la Corte, porque creo que desde las acciones cotidianas, por muy triviales que parezcan, se comienza a engendrar la semilla que termina por dar los frutos que ya conocemos, esos que no permiten que el país vaya mejor.
Observen con cuidado lo que pasa a nuestro alrededor, hay mil cosas que podrían funcionar bien sin que el Estado tenga que intervenir. Utilizaré un procedimiento sencillo como ejemplo: las filas de vehículos para entrar a algunos colegios o jardines infantiles. Generalmente lo único que se requiere es algo de sentido común y decencia, además de atender las instrucciones que esas instituciones suelen difundir. Pero no. Hace poco pude ver cómo algunos padres de familia hacen lo que les viene en gana, obstaculizan intersecciones y salidas de garajes, se disponen en doble fila, intentan colarse o terminan parqueando donde sea para bajarse y dejar a sus hijos en la puerta; haciendo todo lo contrario a lo que se les indicó. Al final, lo sencillo termina complicándose, y no es raro que aquellos que intentan cumplir con las normas terminen llevando la peor parte y sintiéndose como tontos, con el consecuente estímulo para abandonar las buenas costumbres y entregarse al desorden reinante.
Desde luego, lo que he descrito no se compara con un desfalco o una estafa —y ciertamente supone muchísimo menos daño— pero de todas maneras hace parte del mismo problema e ilustra la ubicuidad del hábito: la preferencia por el atajo indebido está en todas las escalas posibles. Mientras no logremos ese mínimo acuerdo, al menos seguir voluntariamente las normas de convivencia, va a ser muy difícil todo lo demás. ¿Debemos resignarnos entonces a seguir, como en el tango, revolcados en un merengue y en un mismo lodo todos manoseaos? Yo espero que no.
moreno.slagter@yahoo.com
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