El Gobierno en su recta final ha sacado de nuevo el naipe intimidante de la Asamblea Constituyente. Aduce el “bloqueo institucional” a las reformas, pero salvo la de salud y la última tributaria, todo lo demás se lo ha aprobado el Congreso. Que no tiene porque ser un apéndice del Ejecutivo. Ni dócil. Ni enmermelado. ¿Pues para qué la democracia adoptó la separación de poderes desde Montesquieu?
¿Con qué finalidad deberíamos aprobar una nueva Constitución? ¿Ayudaría a fortalecer la democracia? La Constitución de 1991 no es que haya permitido una democracia de partidos fuertes, gobernanza sólida, control territorial, paz estable y altos estándares de transparencia. Lo que indica que los problemas de la democracia no los resuelve automáticamente una Constitución. Dependen más de la complejidad política, económica, cultural y moral de la sociedad.
Por ejemplo, la ausencia de partidos políticos conectados a la ciudadanía incrementa la apatía de al menos la mitad de la población apta para sufragar que siente que su voto no decide.
Un sector del electorado que sí se moviliza se ha vuelto más tribal. Se expresa en los bandos alinderados en torno a Álvaro Uribe y Gustavo Petro. Esa tribalización le ha incrementado el tono emocional a la política nacional. La visceralidad en estas dos intransigentes tribus electorales no anima debates razonados. Por el contrario, los sustituyen por la pólvora del odio militante.
Desde luego, hay un electorado informado, pero no hay que pensar que escapa a las pasiones y a la posibilidad de equivocarse. En política las élites cultivadas también caen en las redes de la mentira y la demagogia.
Una Constitución por sí misma tampoco logrará extirpar o reducir los entramados de corrupción en todos los niveles del Estado. En el gobierno de Petro hemos llegado al extremo de que mucha gente justifica la corrupción con el insólito argumento de que siempre la ha habido, lo cual glorifica prácticas como la compra de congresistas para la aprobación de leyes. Que fue lo que se hizo sin asco y sin pudor con los dineros de la UNGRD.
Una consistente democracia es posible con una ciudadanía activa y unas élites ejemplares. Al fin de cuentas una Constitución es solo un texto escrito. Son las personas de carne y hueso, con sus valores y virtudes cívicas, quienes hacen funcionar bien las instituciones y garantizar que sean reconocidas como legítimas. Esa es la gran revolución que necesita Colombia y, reitero, eso no requiere una nueva Constitución. El Gobierno está fomentando el fetichismo constitucional. Es decir, creer que la Constitución es una especie de tótem con poderes mágicos.


