En Colombia, ser abogado de oficio es ejercer una profesión heroica. Esta semana se conoció el recorte presupuestal a la Defensoría Pública, una noticia que debería alarmarnos a todos. Mientras la Fiscalía cuenta con investigadores, peritos y demás recursos, los defensores públicos deben asumir centenares de casos con las uñas. No tienen muchas veces un equipo de trabajo, ni mucho menos investigadores que respalden la labor investigativa. Y, aun así, son ellos quienes sostienen el derecho a la defensa, quienes garantizan que la justicia no sea un privilegio reservado a quienes pueden pagarla.

El discurso oficial repite que en el proceso penal debe existir igualdad de armas entre la acusación y la defensa, pero ¿De qué igualdad podemos hablar si una parte cuenta con todo el poder del Estado y la otra apenas con su voluntad de hacer justicia? Los defensores de oficio enfrentan al aparato estatal sin herramientas y, además, a una opinión pública que prejuzga, que confunde defender con justificar, y que olvida que en un Estado de Derecho toda persona tiene derecho a ser oída y representada, sin importar su condición económica o la gravedad del delito que se le imputa, porque a todos se les debe presumir su inocencia.

Recortar el presupuesto de la Defensoría no es un simple ajuste contable, es una condena anticipada para miles de personas que, sin recursos, dependen de un abogado público para no ser arrasadas por el sistema. No todo el que enfrenta un proceso penal es culpable, pero en Colombia se le trata como tal desde el primer día. Y si no tiene cómo pagar un abogado contractual, su defensa se convierte en una carrera cuesta arriba, sin tiempo, sin medios y sin voz.

La Defensoría Pública ya venía sobrecargada: abogados con más de 200 procesos simultáneos, audiencias en distintas ciudades el mismo día y expedientes imposibles de estudiar con el tiempo que se les asigna. Ahora, con menos presupuesto, el panorama será aún más sombrío. ¿Cómo garantizar una defensa técnica, efectiva y digna bajo esas condiciones? Ni siquiera la vocación, por más firme que sea, resiste tanto desgaste institucional. El sistema judicial no puede sostenerse sobre la precariedad de quienes lo defienden desde el eslabón más débil.

Defender es un acto de fe en la justicia, pero esa fe necesita sustento. Los defensores públicos sostienen el equilibrio del sistema penal, representan al ciudadano común frente al poder del Estado y merecen respeto, apoyo y recursos. Si el país sigue ignorando su labor, la justicia seguirá siendo un lujo. Y eso, en una democracia, es simplemente inaceptable.

@CancinoAbog