Me enseñaron que no debía llorar. Recibí lecciones de vida en las que hacerlo era una forma de expresar mi fragilidad y de quedar en las manos “dictatoriales” de los fuertes que sabían cómo reprimir sus emociones negativas y superar todas las adversidades. La frase que resumía esta creencia era: “Sólo lloran los débiles”. Después tuve dudas, porque me di cuenta que también cuando tenía momentos extremadamente felices, saltaban las lágrimas. Eso me hizo pensar que el llanto no podía entenderse simplemente como una manifestación de debilidad.
Leí, entendí, viví y aprendí a no tener miedo de llorar. Sí, no temo hacerlo. Lloro solo, en la intimidad, cuando los recuerdos me hacen sentir la ausencia de personas que amo con todas mis fuerzas; y lo hago con otros cuando compartimos momentos sublimes y dejamos que nuestro interior se exprese.
Aprendí que las lágrimas contienen altas dosis de adrenocorticotropina, una hormona relacionada con el estrés; y también dosis de Encefalina, que es un anestésico natural, lo que explicaría que llorar nos ayude a estar más serenos y tranquilos. Pero, sobre todo, tuve consciencia que reconocer las debilidades y aceptar las limitaciones, nos hace más fuertes, porque nos permite trabajar en ellas. Muchos de los nudos interiores que tenemos no se pueden comunicar fácilmente, y las lágrimas son una manera de expresarlos y de liberarnos de la tensión que llevamos dentro, permitiéndonos estar mejor preparados para poder manejar las situaciones que nos agobian. Con razón decía Voltaire: “Las lágrimas son el lenguaje silencioso del dolor”.
Tal vez lo que más me liberó de los complejos que la formación me había generado frente a este tema, fue leer Juan 11, 35 y encontrarme con la afirmación: “Jesús lloró”. Sí, en la construcción teológica del cuarto evangelio, ante la muerte de su amigo Lázaro, Jesús sin ningún reparo llora delante de todos. El que confesamos como el Hijo de Dios, es expuesto en el relato expresando el dolor a través de las lágrimas. Eso me reconcilió con esta actividad humana que nos hace mucho más bien de lo que imaginamos, ya que no solo es una oportunidad para liberarnos e iniciar nuestro proceso de superar las dificultades, sino una invitación a la empatía, a reconocer al otro como alguien tan vulnerable y necesitado igual que nosotros.
Michael Trimble lo dice en estos términos: “Debe haber algún punto en el tiempo en que la lágrima se convierte en algo que automáticamente desata la empatía y la compasión en otro. En realidad, ser capaz de llorar emocionalmente y ser capaz de responder a eso, es una parte muy importante del ser humano”. Es hora de que rompamos tantos estereotipos que nos han mutilado dimensiones fundamentales de la existencia y nos han privado de vivir experiencias que nos hacen ser mejores.
No tengamos miedo de llorar. Hagámoslo en libertad, asumiendo los dolores y alegrías, los miedos y posibilidades; sabiendo que cuando lo hacemos, estamos mejor preparados para no dejarnos derrumbar y seguir dando lo mejor de nosotros. Seamos empáticos con aquellos que sufren y con los que son felices. Abramos el corazón y permitamos que esa conexión con los otros nos ayude a luchar porque tengamos estructuras más justas y equitativas para todos. No tengamos miedo de hacerlo, eso sí, después nos levantamos y seguimos luchando.