Mil disculpas anticipadas por lo que vamos a escribir hoy, día de San José y de nuestro onomástico (nacido 19 de marzo de 1920) para una crónica que no es deportiva, aunque obligadamente —al hablar del viejo colegio del parque Centenario— tenemos que referirnos a un hecho que estremeció terriblemente a cuantos condiscípulos tuvimos que presenciar aquel lance infortunado que por poquito no acabó con la vida de Urbanito Vives, por un foul tip que le pegó en el rostro y lo privó del conocimiento. Excúsenos que por primera vez en 65 años tenemos que hablar en singular y con referencias familiares.

Mi madre era devota, devotísima de San José. A su primera hija, nacida en 1905, le puso Josefina. Más adelante un varón que se llamó Aurelio José, no José Aurelio, como ella quería, porque mi padre quiso que llevara el nombre de nadie menos que de Aurelio De Castro, que no vamos a decir quién fue o el espacio se nos termina. Y por último nace el 19 de marzo la ‘pulguita’ que les está escribiendo. Por supuesto, ¡San José bendito! Aquí está tu siervo, José Víctor! Mi madre decía, absolutamente convencida, que San José había premiado su devoción hacia Él, mandándole un hijo en su día.

Bien, hasta aquí, las alusiones personales. El viejo y primitivo Colegio San José tenía un patio en un costado, ideal para jugar básquetbol. Pero aquel patio central era apto para fútbol, mas no para béisbol. Sin embargo, los alumnos presionaban y lograron que también se jugara béisbol. La tragedia (porque aquello no lo fue, que a punto estuvo de serlo) sí sacó definitivamente al béisbol del colegio.

Se jugaba un partido entre cursos superiores y los chicos de cursos inferiores lo veíamos imprudentemente detrás del catcher, cuando un foul tip salió disparado hacia atrás con tal velocidad que el receptor no pudo ni ponerle el guante. La bola fue directa a la cara de Urbanito Vives y ¡le aplastó la nariz! ¡Parecía que se la hubiera pegado a los pómulos, tal fue la violencia que llevaba. Urbanito cayó como muerto; parecía que lo estaba, pues no reaccionaba de ninguna forma. Sus compañeros de clase comenzamos todos a llorar, en una escena terriblemente conmovedora, suponiéndolo fallecido por tal salvaje pelotazo.

Don Urbano, su padre, tuvo que llevarlo a Panamá, para que los cirujanos estadounidenses de la zona norteamericana del Canal le restablecieran en lo posible sus facciones. Quienes conocimos a Urbanito por lo bien parecido que era antes del accidente, comprendimos que los médicos americanos habían hecho un excelente trabajo con él, aunque no faltaban quienes decían que “no había quedado como antes”.

En fin, “épocas fueron de sórdidas pasiones”, dijo un poeta. Y las de nuestra infancia de sórdidas no tenían absolutamente nada, dicho ya con la esperanza de hallar 2 o 3 más, aparte de Juan B., que fue un querido compañero de bancos escolares.

Por 'Chelo' De Castro

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