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Hay películas que nacen de un impulso creativo y otras que se abren paso desde una necesidad vital. Fue solo un accidente pertenece con claridad al segundo grupo. Jafar Panahi, cineasta esencial del cine iraní contemporáneo, la filmó después de siete meses en prisión y de un proceso que, según él mismo, cambió por completo su manera de mirar.

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“Cuando salí, sentí la necesidad de hacer una película para las personas que conocí tras las rejas. Les debía esa película”, explica el director. Ese gesto guía esta obra que, sin alardes, coloca al espectador frente a una tensión ética que nunca termina de resolverse, con la que obtuvo la anhelada Palma de Oro en Cannes este 2025.

La historia sigue a Vahid, un mecánico que reconoce en la calle a quien cree que lo torturó en prisión. Sin pensarlo demasiado, lo secuestra. A partir de ahí, Panahi construye un relato que respira peligro en cada giro, no por el espectáculo sino por la fragilidad de la verdad.

El único detalle que identifica a ese supuesto torturador, un chirrido de una pierna protésica, es tan endeble que obliga al protagonista a buscar a otras víctimas para confirmar si está frente al hombre correcto.

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El director explica: “Me pregunté qué pasaría si una de las personas que conocí en prisión saliera en libertad y se encontrara cara a cara con alguien que lo torturó y humilló”.

MUBI/Cineplex/Cortesía

Ese punto de partida deja ver otra línea esencial del cine de Panahi, la tensión entre ficción y experiencia directa. Aunque los personajes son inventados, las historias que cuentan provienen de hechos reales vividos por ex prisioneros.

“Son ficticios, pero las historias que cuentan se basan en hechos reales vividos por prisioneros verdaderos”, revela. En Fue solo un accidente, las voces del elenco funcionan como extensión de esa pluralidad: actores no profesionales, un carpintero, una árbitra de kárate, un taxista, un joven que ya había aparecido en Taxi Teherán.

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Esa mezcla, que ha sido habitual en su obra, aquí adquiere un peso distinto. Panahi los invitó a su casa, les entregó el guion y les preguntó si estaban dispuestos a asumir los riesgos. Todos dijeron que sí y, según él, ninguno pidió que retiraran su nombre de los créditos.

La película se filmó en Teherán y en sus alrededores ayudándose de los mismos métodos clandestinos que el director ya conoce de sobra. “No pedí permisos oficiales, de todos modos no los habría obtenido, así que tuve que recurrir a los mismos métodos clandestinos que usé en mis películas anteriores”, afirma. Hubo momentos de tensión: agentes vestidos de civil irrumpieron en el rodaje exigiendo el material grabado. Panahi se negó. Tras amenazas y presiones, los funcionarios se retiraron y el rodaje continuó después de una pausa.

Ese rodaje semiclandestino contrasta con la libertad interna que Panahi buscó para el estilo de la película. Su intención inicial era filmar con sobriedad, pero durante el proceso entendió que necesitaba algo distinto: “Sentí que la dirección necesitaba más expresividad… Quise que hubiera más libertad en el encuadre y en la duración de las tomas”. Esa decisión se refleja en los momentos en que los personajes comparten un mismo plano, incluso si la convivencia entre ellos está marcada por la desconfianza. La excepción es Eghbal, el hombre acusado de tortura, a quien Panahi encuadra siempre solo. Solo al final comparte el plano con Shiva, en un gesto que busca transmitir un leve quiebre en su conciencia.

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MUBI/Cineplex/Cortesía

En el trasfondo, la película dialoga sin rodeos con el movimiento Mujer, Vida, Libertad, que marcó un punto de inflexión en Irán tras la muerte de Mahsa Amini en 2022. Las calles donde Panahi filmó actrices sin velo no buscan generar escándalo: simplemente reflejan una realidad que hoy es visible en ese país. “Las mujeres iraníes son quienes han impuesto esta transformación”, afirma el director. Lo que ocurre en pantalla es, en gran medida, un documento del presente.

La trayectoria de Panahi ha estado marcada por prohibiciones, arrestos y limitaciones. Desde 2010 tiene vigente, aunque hoy anulada oficialmente, una sentencia que le impedía filmar, escribir guiones, dar entrevistas o salir de Irán. Aun así, siguió creando, a veces desde su propia casa y otras en autos convertidos en sets improvisados.

Cuando le preguntan por el riesgo de viajar a Cannes y no poder regresar, responde con una franqueza que atraviesa la película entera: “No puedo vivir en otro lugar… Ya veremos qué pasa. En cualquier caso, esta película tenía que hacerse. La hice, y aceptaré las consecuencias que vengan”.

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Fue solo un accidente llega a las salas del país este jueves con la estatura de una obra que surge de una herida colectiva y que, sin buscar sermones, instala un dilema incómodo: qué hacemos con la violencia cuando ha pasado por nosotros. Panahi no ofrece soluciones. Lo suyo es otra cosa: mirar de frente, aunque duela; escuchar a quienes vivieron lo peor; convertir ese material en cine que se hace preguntas. De ahí que la película no cierre con una certeza, sino con un eco que persiste más allá de la pantalla.