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San Jacinto no ha vuelto a sonar igual desde que se fue Toño García. Allá, en su casita de Las Mercedes, donde el canto de los pájaros se confundía con el silbido de su gaita, vivió y murió el último cacique del folclor colombiano. Este miércoles 21 de mayo se cumple un año de su partida y todavía cuesta aceptar que no está.

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A Toño García no lo inventó nadie. Nació el 16 de enero de 1930, con el alma atravesada por una flauta indígena y el corazón forrado de cumbia. Fue discípulo de “Mañe” Mendoza y, tras su muerte, heredó la misión sagrada de mantener viva la tradición gaitera.

Así se convirtió en el faro de Los Gaiteros de San Jacinto, esa agrupación que llevó el sabor del Caribe profundo a escenarios de Inglaterra, China, México o Estados Unidos, sin perder nunca la humildad del que conoce el valor del silencio del campo.

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Tenía las manos curtidas de monte y el alma llena de melodías. Con su sombrero vueltiao, su camisa blanca y su voz mansa, hablaba como hablan los sabios: pausado, sencillo y certero. Decía que la gaita no se tocaba con fuerza, sino con amor, como quien conversa con el viento. A sus alumnos —porque sí, fue maestro de niños con discapacidad— les enseñaba no solo a tocar, sino a escuchar.

En 2007, junto a Los Gaiteros, recibió el Grammy Latino por Un fuego de sangre pura, un álbum que es, como su nombre lo indica, una antorcha de identidad. Y en 2019, cuando la vida parecía querer rendirse ante el olvido, apareció el álbum Toño García: El Último Cacique, una joya que recoge 15 canciones inéditas suyas. Fue su forma de despedirse: cantando, enseñando, sembrando.

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Murió el 21 de mayo de 2024, a los 94 años, por complicaciones respiratorias. Pero ni la enfermedad pudo callarlo del todo. Toño sigue sonando en las gaitas que aprenden a hablar, en los festivales que levantan polvo al ritmo de tambor, en los corazones de los que sabemos que su gaita era más que un instrumento: era su forma de decirnos que aquí estamos, que esta tierra canta, que la cumbia vive.