La doctrina de la creación literaria como una operación de la inteligencia está contenida en el Método de composición de “El Cuervo”. Allí, Poe afirma que no se explica por qué nunca se ha ofrecido al lector un trabajo semejante y aventura una respuesta:

Quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que justifique esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición extática; experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos. La verdadera decisión se adopta en el último momento, ¡a tanta idea entrevista!, a veces sólo como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse a plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser de índole inabordable, la elección prudente y los arrepentimientos, las dolorosas raspaduras e interpolaciones. Es, en suma, los rodamientos y las cadenas, los artificios para los cambios de decoración, las escaleras y los escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los lunares y todos los aceites que en el noventa y nueve por ciento de los casos son lo peculiar del histrión literario.

Es decir, ni inspiración ni posesión, más bien transpiración, reflexión, inteligencia y trabajo. El maestro mexicano Juan Rulfo era de la misma opinión: Cuando yo empiezo a escribir —dice Rulfo— no creo en la inspiración, jamás he creído en la inspiración, el asunto de escribir es un asunto de trabajo; ponerse a escribir a ver qué sale y llenar páginas y páginas, para que de pronto aparezca una palabra que nos dé la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser aquello (…). se trabaja con imaginación, intuición y una aparente verdad. Cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer: el trabajo es solitario, no se puede concebir el trabajo colectivo en la literatura, y esa soledad lo lleva a uno a convertirse en una especie de médium de cosas que uno mismo desconoce, pero sin saber que solamente el inconsciente o la intuición lo llevan a uno a crear y seguir creando.

Es evidente que Rulfo le cierra la puerta a la inspiración. Borges diría que ese dinosaurio se mete por su ventana en forma de inconsciente. En Augusto Monterroso, por cierto, lo único que no era breve eran sus jornadas de trabajo. En su Decálogo del escritor afirma con su humor característico: «aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche».

García Márquez, buen discípulo de Rulfo, de Borges, de Faulkner y de Poe, dijo lo mismo de otra manera: «el deber de un escritor consiste en escribir bien». Para lograrlo, «he tenido que someterme a una disciplina atroz para terminar media página en ocho horas de trabajo». Gabo confesó asimismo que nunca hablaba de literatura porque, al igual que nosotros, no tenía la menor idea de lo que era. Quizá porque se trata de un enigma insoluble, como he sugerido al principio, o porque —como vislumbró Aureliano Babilonia en una de las últimas madrugadas de Macondo— la literatura no debe ser otra cosa que el mejor juguete que se ha inventado para burlarse de la gente.