Dos grandes de la sabana
Las sabanas del Bolívar Grande y, en especial, la subregión de los Montes de María conforman un territorio de vital importancia en el Caribe colombiano.
Son de una inmensa riqueza natural y cultural, y sus pobladores, “los sabaneros”, atesoran un don de gente buena y amistosa que, ni la más cruda violencia vivida en el siglo pasado, ha podido mermar su espíritu cálido, creativo y alegre.
El cerro de Maco y el cantautor Adolfo Pacheco son dos de sus grandes tesoros. El Maco, en jurisdicción de San Jacinto, es un cerro tutelar donde nacen quebradas, arroyos y riachuelos que llenan de vida el entorno sabanero; viven allí especies de flora y fauna primordiales para el medioambiente caribeño. Su riqueza y magnificencia son resaltadas por Adolfo en dos de sus más exitosos temas musicales: La hamaca grande y El mochuelo. Además, es tierra ancestral de los indios malibúes y zenúes, exquisitos alfareros, tejedores y agricultores. Esta heredad indígena hoy se expresa a través de las hamacas y mochilas tejidas por las manos prodigiosas de las mujeres sanjacinteras.
Así mismo, Adolfo Pacheco, a lo largo de sus 80 años y con más de 162 composiciones musicales grabadas por los más importantes intérpretes y orquestas colombianas, ha configurado un cosmos de personajes, vivencias, amores, desamores y hábitos de los montemarianos, e integra de manera virtuosa e ingeniosa las peculiaridades socioculturales del ser Caribe en una simbiosis perfecta.
Su prolífica obra musical comprende una variedad de ritmos, sentimientos, usanzas y dejos sumamente fecundos en tonos menores que le dan un donaire sentimental y triste. Al escucharlo en 1966 en Cartagena, Gabito le expresó: “Adolfo, tú cantas con dolor y tu dolor es fecundo”.
Esta gracia lúgubre en sus canciones —reconoce él— deriva de la pérdida muy temprana, a los 8 años, de su madre, quien, llevándole la contraria a su padre, auspició su vena musical regalándole una dulzaina, un redoblante y un llamador, que fueron mecha iniciadora de ese fuego creativo e interpretativo en que ha discurrido su vida.
Es un eximio cultor de costumbres regionales y amante de la tradición musical. Con La hamaca grande congenió la música sabanera con la de acordeón, llevándole al Valle, “en cofres de plata, una bella serenata”.
Tengo la fortuna de contarme entre sus amigos. En mi casa, en compañía de Emiliano Zuleta y Beto Villa, entre otros, nos deleitamos con la sabiduría impregnada en su diálogo, la picaresca de sus aventuras de picaflor y las historias de vida que, con infinidad de detalles, suele contar en las reuniones ambientadas por el acordeón, la caja y la guacharaca. Allí damos rienda suelta a nuestros alegres espíritus cantando en coro sus canciones Me rindo, majestad y El viejo Miguel, que nos llegan al alma y nos mojan los ojos ya que recrean vivencias y pesares personales.
No es exagerado afirmar que en él tenemos al último juglar sabanero vivo de nuestra cultura y de la música de acordeón, cuya presencia y obra esperamos seguir gozando por mucho tiempo.
rector@unisimonbolivar.edu.co
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