Hay innumerables formas de morir. Pero la de las más de doscientas mil personas que fallecieron por el efecto directo de la explosión de las bombas atómicas lanzadas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945 ha de ser la más escabrosa de todas. Desde los tiempos de Cristo, o incluso antes, la humanidad ha temido o fantaseado con la posibilidad de que el mundo se funda en un solo fuego con un estallido descomunal que borre por completo lo que en él subsiste. Ese seis de agosto que quedaría grabado en la historia con átomos de sangre marcó el curso de una realidad que superó cualquier idea macabra que pudiera haber sido concebida antes sobre un arma de destrucción masiva. Robert Oppenheimer, o el Prometeo americano ─como lo llaman Kai Bird y Martin J. Sherwin─, fue quien le dio vida a la muerte atómica con un ingenio que a él le significó más tarde su propia tragedia.

El proyecto armamentista que inició con la intención de destruir a la Alemania nazi terminó virando hacia Oriente, fijando la mira en Japón, que en cierto modo se convertiría en la viva representación del infierno en la tierra, después de que un artefacto nuclear llamado Little Boy ─cargado de uranio─, y otro aún más grande, llamado Fat Man ─repleto de plutonio─, impactaran de forma brutal en dos ciudades que quedaron reducidas a la nada en cuestión de segundos. Oppenheimer, el filme dirigido por Christopher Nolan y basado en la biografía escrita por Bird y Sherwin, genera una profunda sensación de inconformidad y de pena con lo que hemos sido, con lo que somos y con lo que, muy probablemente, seguiremos siendo como humanidad en el futuro.

La ciencia, como un poder puesto a merced de tantos otros poderes, es un auténtico peligro. Los científicos en que habita el genio son piezas usadas, como lo fue Robert Oppenheimer, para destruir a través de la construcción de un “gran invento”. Paradójicamente, así como los seres humanos tenemos la capacidad de crear para crecer como sociedad, también somos capaces de destrozar, incluso nuestro mundo, en nombre de cualquier causa. El más grande logro en la vida de Julius Robert Oppenheimer fue al tiempo su más grande condena. Como Prometeo, quien desafió a los dioses del Olimpo robándoles el fuego y entregándolo a los mortales, Oppenheimer o su inteligencia desbordada en la infinitud de los sistemas atómicos y de la radiación electromagnética nunca dejará de ser el hombre que, partiendo de grandes descubrimientos, aró el camino hacia la más grande y horrible destrucción.