Hace unos días circuló por redes sociales un video que, más allá de su viralidad, me dejó un sabor agridulce. Un hombre visiblemente alterado, protestaba porque no le permitieron estacionar en un espacio para personas con discapacidad en la clínica Porto Azul, a pesar de acompañar a su madre de más de 90 años con movilidad reducida. El vigilante alegó que el lugar estaba reservado para un médico, y aunque luego la clínica emitió un comunicado indicando que el mencionado galeno también tiene una discapacidad, el escándalo generado por el señor —con su inolvidable frase del “Boulevard de la Niña Emilia”— terminó robando toda la atención.
Sí, admitámoslo: a muchos nos sacó una carcajada. Su tono exagerado, sus palabras soeces cantadas a todo pulmón con mucho sabor callejero y esa mezcla de indignación y picardía costeña resultaron, en el primer impacto, hasta cómicos. Pero más allá de la risa fácil, vale la pena preguntarnos: ¿qué dice de nosotros como sociedad que este tipo de espectáculos sean los que nos unen, los que nos divierten y los que terminamos celebrando?
No se trata de negar nuestro humor característico, ese que con gracia y sal convierte hasta las situaciones más incómodas en motivo de chiste. La cuestión es cuándo esa risa compartida se convierte en aplauso a la mala educación, al berrinche público o a la vulgaridad. Porque, al final, el fondo del asunto era legítimo: una persona mayor con dificultades de movimiento necesitaba un espacio accesible. Sin embargo, el mensaje se perdió entre gritos, improperios y memes.
¿Realmente queremos que nos identifiquen como la gente que se ríe de todo pero no reflexiona sobre nada? Que no se malinterprete: nuestra alegría y capacidad de reírnos de nosotros mismos son virtudes, pero no a costa de normalizar la vulgaridad o la falta de respeto.
En lugar de viralizar figuras que solo aportan ruido, ¿por qué no destacamos más a aquellos que, desde lo cotidiano, construyen ejemplos positivos? Vecinos que ayudan a adultos mayores a cruzar la calle, jóvenes que promueven el respeto por los espacios públicos, o incluso esos vigilantes que, aunque a veces parecen inflexibles, cumplen normas pensadas para proteger a los más vulnerables.
La próxima vez que un “Boulevard de la Niña Emilia” aparezca en nuestras redes, quizá podamos reírnos un momento, pero también preguntarnos: ¿qué historia queremos que represente nuestra tierra? ¿La del espectáculo chabacán y fugaz o la de una comunidad que, sin perder su alegría, elige también la empatía y el respeto?
Al fin y al cabo, como dice el refrán: “Dime de qué te ríes, y te diré quién eres”. Y nosotros, costeños, somos mucho más que una mala palabra gritada en un estacionamiento.
Antonio J. Guzmán P.