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Guillermo del Toro tenía siete años cuando vio por primera vez al monstruo de Frankenstein cruzar el umbral en la versión de James Whale. “Fue un momento religioso”, recuerda. “Todo lo que pensaba sobre la imaginería católica cobró sentido. Pensé: eso es algo sobrenatural, y ese soy yo. Por eso no encajo”. Desde entonces, ese monstruo, el de los tornillos, los ojos tristes y la búsqueda imposible de amor, se volvió su santo patrono.

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Más de medio siglo después, el director mexicano entrega su película más personal. Frankenstein, que se estrena este viernes en Netflix tras un breve paso por cines, no solo reinterpreta el mito de Shelley; también cierra un ciclo en la filmografía del autor de El laberinto del fauno y La forma del agua.

“Frankenstein es el fin de algo”, admite del Toro. “No sé de qué exactamente, pero lo siento. Este proyecto culmina un viaje: el de un niño que soñaba con crear monstruos y terminó descubriendo que todos lo somos”.

Ken Woroner/Netflix

Una historia clásica

La historia, ambientada durante la Guerra de Crimea, sigue al brillante y atormentado Víctor Frankenstein (Óscar Isaac), un científico que, movido por el ego y la desesperación, logra darle vida a una criatura (Jacob Elordi) hecha de restos humanos recogidos de los campos de batalla. Su hazaña se convierte en maldición pues el experimento que debía desafiar a la muerte termina devorándolo todo.

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“Víctor es un tirano que se cree víctima”, dice del Toro. “Como todos los tiranos, se lamenta de su sufrimiento mientras destruye la vida de los demás. Pero todos en la película carecen de algo; todos necesitan amor, porque esa es la única respuesta”.

Óscar Isaac se emociona al recordar su primer encuentro con el director: “Nos sentamos en su casa, rodeados de libros y rarezas. Hablamos de nuestros padres, de ser padres, del arte y de la industria. Una hora después empezó a hablar de Frankenstein. Al final me dijo: ‘Creo que tú debes ser Víctor’. Cuando leí el guion, rompí a llorar. Era tan personal. Sentí que Guillermo hablaba a través de las voces de Víctor y de la Criatura. Todo giraba en torno a padres e hijos, a cómo el trauma se hereda, a cómo el bien y el mal son dos caras del mismo rostro”.

En pantalla, Isaac encarna a un Víctor que no es el científico solemne de siempre, sino un artista punk, un presumido obsesionado con crear lo imposible. “Guillermo y yo queríamos que tuviera la energía de un músico, de una estrella de rock”, dice el actor. “Cuando entra a su laboratorio, no lo ve como un laboratorio: lo ve como un escenario. Hay algo de locura, pero también de belleza pura en ese impulso”.

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Esa visión encuentra su contrapunto en la Criatura de Jacob Elordi, el joven actor australiano que viene de protagonizar Euphoria y Priscilla. Del Toro lo describe como “un bebé y un filósofo al mismo tiempo”. Para construirlo, Elordi trabajó con el diseñador Mike Hill y se sumergió en técnicas teatrales del butoh, la danza japonesa del cuerpo en trance. “Este papel me llegó justo cuando necesitaba reconstruirme como persona”, confiesa. “La Criatura atraviesa ese mismo viaje: nace rota, asustada, sin lenguaje, y aprende a sentir. Fue un proceso transformador”.

Elordi pasó horas bajo una compleja armadura de 42 prótesis que, según Hill, debían mostrar tanto la brutalidad de la guerra como la delicadeza del alma. “No queríamos un monstruo grotesco”, explica el diseñador. “Víctor no es un carnicero; intenta crear al hombre perfecto. Su Criatura debía ser hermosa, una especie de mosaico humano, con piel de distintos tonos, cicatrices que cuentan su origen, ojos tristes. Jacob tenía todo eso en su rostro. Fue un casting perfecto”.

Netflix

La Criatura

El resultado es un retrato conmovedor de la otredad. “Estos monstruos fueron los amigos de muchos niños que se sentían solos”, dice Elordi. “Yo no sabía que detrás de las películas de terror había un mundo así, casi una religión. Ahora entiendo por qué Guillermo dice que los monstruos son los guardianes de su alma”.

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El elenco se completa con Mia Goth como Elizabeth, la mujer que despierta en Victor una ternura que no entiende. “Solo encontré a mi personaje cuando me puse sus vestidos”, cuenta la actriz. “Guillermo me decía que Elizabeth debía parecer etérea, casi como un insecto que brilla con luz propia. Todo en ella es delicado, pero tiene una fuerza enorme”. Christoph Waltz, en tanto, interpreta al ambiguo Heinrich Harlander, un mecenas que alimenta los experimentos del científico con la calma de quien observa un incendio desde lejos.

Visualmente, Frankenstein es un festín barroco. Del Toro filmó en Toronto, Edimburgo y Glasgow, levantando sets colosales: un laboratorio construido dentro de una torre de agua, un barco que se mece sobre un gigantesco mecanismo, mansiones que respiran decadencia. “Quería que la película pusiera a prueba cada oficio del cine”, dice el director. “No quería efectos digitales en el barco; quería un barco real. Todo debía sentirse hecho por manos humanas”.

El fotógrafo Dan Laustsen (colaborador habitual de del Toro) filmó en formato grande con la Arri Alexa 65, jugando con tonos de acero y ámbar, luces que parecen salidas de un sueño febril. “La película es una sinfonía visual”, dice el mexicano. “Cada elemento —la luz, los colores, los trajes— cuenta la misma historia emocional”.

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Ken Woroner/Netflix

El compositor Alexandre Desplat acompaña esa sinfonía con un score que va “de lo íntimo y gentil a lo lírico y desbordado”. Según cuenta, su objetivo fue encontrar “el alma de la película y crear una dimensión de poesía y espiritualidad que amplifique las emociones”.

Para Del Toro, esta versión no busca asustar, sino conmover. “No la veo como una película de horror”, dice. “Para mí es un melodrama, una historia de amor entre un padre y un hijo, entre un creador y su creación. Es la búsqueda de alguien que quiere entender por qué Dios lo dejó solo en el mundo”.

Tal vez por eso, Frankenstein se siente más como un réquiem que como un espectáculo. Hay algo crepuscular en su tono, como si el propio del Toro estuviera despidiéndose de una parte de sí mismo. “Hay elementos de Frankenstein en todas mis películas: en Cronos, en La forma del agua, incluso en Blade II”, reconoce. “Pero esta vez siento que cerré el ciclo. Quizá no vuelva a hacer algo así. Es el final de un camino, y también una manera de empezar de nuevo”.

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Y aunque el director no lo diga abiertamente, su criatura —esta criatura— parece devolverle el favor a su creador. Porque en ella habita el eco de todo lo que lo define: la belleza dentro del horror, la ternura del monstruo, la fe en que, a pesar de la oscuridad, aún hay esperanza para los que se sienten distintos.