Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”, dice un viejo refrán. En efecto, en 1848, derrotado en la guerra, México debió firmar el tratado de Guadalupe Hidalgo. En él se comprometió a “vender” a los norteamericanos por $15 millones de pesos 2,38 millones de kilómetros cuadrados, equivalentes a más de la mitad de su territorio de entonces y a dos veces el área actual de Colombia. La cesión comprendió la totalidad de lo que hoy son California, Nevada, Utah, Nuevo México y Texas, así como partes de Arizona, Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma. Más de cien mil mejicanos vieron súbitamente cambiada su nacionalidad. Ese mismo año se inició la migración masiva de la fiebre del oro a California. Desde entonces ni los que ya estaban ni los que llegaron han dejado de transitar por la agreste frontera resultante que serpentea por 3.170 kilómetros, una distancia algo mayor que la que separa a Bogotá de Lima, entre paisajes desolados y el Río Grande. El año pasado murieron 400 personas en el intento de cruzar esa frontera. En el mundo murieron 4.500 enfrentados a otros obstáculos en empeños semejantes.
El hombre es el animal errante por excelencia, andar en dos patas nos facilitó huir del hambre, de la sed, del frío, de la inundación, de la peste, de la miseria y de la guerra, para ir en busca del manantial cristalino, de la tierra fértil, de la paz, de la prosperidad. No ha habido muro ni río, desierto ni montaña que nos haya detenido. Y no lo habrá. En palabras del mismísimo Donald Trump a un grupo de graduandos en 2004: “Si te tropiezas con un muro de concreto, no te rindas. Atraviésalo. Sáltalo. Pasa al otro lado”.
Trabajé en Houston hace veinte años. Próximo a regresar a Colombia llevé mi carro al ‘car wash’ y le dije a un mejicano, frisando los 50, que solía acabar la tarea: “Miguel, por favor, bríllalo bien que lo voy a vender”. Me miró adivinando el pensamiento y preguntó: “¿Se regresa, señor? ¿Ya se cansó aquí?”. Y, sin esperar respuesta, agregó: “Es que uno se viene porque aquí consigue cosas que allá le cuestan mucho más trabajo. Pero le hace mucha falta la familia y los amigos. Me alegro por usted que puede regresar. Se lo dejo reluciente. Y que le vaya bien”.
Lo que se necesita para evitar que millones de Migueles se sigan yendo no son muros más altos sino más y mejores oportunidades en sus países. El Nafta quintuplicó en 20 años el comercio entre Estados Unidos y México y este ocupa hoy un lugar privilegiado en las cadenas globales de suministro automotriz, espacial y electrónica, que han retenido docenas de miles de potenciales migrantes. Se necesita que los países ricos entiendan que es por su propia conveniencia rediseñar los tratados de libre comercio más favorables para sus vecinos pobres, no menos. El único muro que funciona es el muro invisible de la prosperidad en casa. Y ese lo tenemos que construir entre todos, desde el Río Grande hasta la Patagonia.
rsilver2@aol.com
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