Las democracias cuando posibilitaron el voto general sin ningún tipo de barreras por condición de raza, género o situación económica, permitiendo la creación de los partidos, fueron un vehículo para canalizar las aspiraciones de una sociedad, a comienzos del siglo XX, congestionada de problemas. No era poco el reto de aumentar el empleo y mover los ciclos económicos de una época de pauperismo en materia de riqueza y de trabajo. También fueron momentos de amurallar los radicalismos ideológicos que amenazaban la democratización mundial.
Las palabras de líderes de diversa procedencia y condición como Churchill, Hitler o Stalin alimentaron esperanzas, temores y odios, pero siempre tuvieron una tribuna privilegiada ante una población alerta sobre el rumbo de su destino. Las banderas partidistas representaban una especie de ejércitos en esta difícil etapa de la humanidad, agrupaciones que salvaban o hundían las democracias. Para acceder al poder había que tener gente, partidos y un discurso unido a las tres vísceras que electrizaba a los posibles electores: hígado, corazón y estómago.
En su reciente autobiografía Barack Obama nos invita a resolver la siguiente pregunta: ¿Estamos dedicados, en la práctica, cuando no por ley, a reservar todas estas cosas a unos pocos privilegiados? La respuesta del primer presidente afroamericano es su propia historia: fue un trabajador comunitario. Es decir, conectó causas de gente que no se conocía entre sí y no sabían, hasta que apareció Obama el conector, que tenían luchas comunes. Y lo hizo acercándose a las realidades de los ciudadanos con sus propios ojos. En otras palabras, aprendió a descubrir su propia visión de los Estados Unidos por medio de la cruda forma como le contaban sus miserias seres humanos de Chicago o Nueva York. Como él mismo dice: “Una democracia que no era una concesión desde arriba, ni reparto del botín entre grupos de interés, sino una democracia conquistada, obra de todos”.
En la calistenia de la campaña del próximo año vale la pena examinar no solo quién va a llegar al Congreso o a la Presidencia de la República, sino “el cómo” lo lograrán. Está demostrado que lo fácil es conseguir un aval, un hombre del maletín y salir a la calle, no a convencer, sino a invertir en unos votantes. Colombia tiene ejemplos de la forma de reconducir anhelos y evidenciar que hay otros sectores del país o de una ciudad que tienen los mismos lamentos. Jorge Robledo emprendió desde la izquierda el camino de ser un experto para hacer oposición. Resultado: siempre uno de los más votados. Claudia López enfocó su lucha en investigar y denunciar de forma minuciosa, casi científica, los desmanes de la violencia o los actos de corrupción. Resultado: salió de la séptima papeleta y ya va en la Alcaldía de Bogotá. Un paro cívico en la olvidada Buenaventura permitió que en varias semanas se originara una “primavera pacífica”. Resultado: uno de sus líderes es el mandatario local. Carlos Fernando Galán, sin odios y con decencia sacó un millón de votos en la capital del país. Resultado: hoy tiene más futuro que pasado.
Menos partidos y más causas con nuevos resultados.
@pedroviverost