La noche fue avanzando sin tregua, mientras la llovizna y los grillos se apoderaban del silencio. Benjamín, inquebrantable, se atrincheró en la carretilla bajo unos plásticos e intercaló el llanto con el sueño y la vigilia, aguardando el regreso de Palomeque.
Después de la medianoche, el hombre apagó la radio, aseguró el portón desde adentro y como un sonámbulo hizo un último recorrido por las instalaciones desiertas. Al término de la ronda entró en una especie de camarote, colgó primero la linterna y después el arma; se quitó las pantaneras y se tendió boca arriba en el catre. Dicen que ya había sido hipnotizado por las aspas del ventilador cuando creyó escuchar un remoto golpe, el estrépito de un racimo cayendo en los confines del bananal. Balbuceó unas palabras y se enroscó como un lirón a punto de hibernar.
En ese preciso momento Palomeque cerró los ojos con un gesto de dolor. Giró el cuerpo, lanzó una patada con varias horas de retraso y se fue de bruces contra el piso. Trató de incorporarse, pero debió esperar a que los objetos dejaran de moverse. Impaciente, angustiado por la suerte de su hijo, trastabilló en la oscuridad en busca de la salida. No pudo evitar tropezar con un balde que parecía contener órganos humanos. Como la puerta estaba con llave, se vio obligado a subir a una camilla para intentar alcanzar el tejado. Una vez arriba, Palomeque tuvo una visión completa del oprobio. Echó un vistazo a los rostros; reconoció varios compañeros de oficio, un albañil chapucero y algunas prostitutas, pero fue incapaz de seguir mirando cuando descubrió el cuerpo de Arsenio flotando en un sarcófago metálico lleno de formol.
Palomeque, con gran esfuerzo, pasó del techo a un muro coronado con vidrios de botellas, acosado desde abajo por el ladrido enloquecido de los perros. Cuando la luz del camarote se encendió, su corazón dio un salto y la excitación hizo que sus heridas sangraran con mayor profusión. Al final de la tapia, se arrojó al vacío y cayó estrepitosamente en la calle desolada. Se levantó como pudo del andén, pese a las cortaduras de los pies, y corrió al sitio donde había dejado a Benjamín, pero no lo encontró. Con náuseas, quiso desandar sus pasos y romper el portón a puntapiés para que lo mataran de una buena vez. Pero renació al vislumbrar la carretilla recostada al pie de un eucalipto. Con paso vacilante, como quien avanza sin querer llegar, Palomeque se adentró en el parque y halló por fin a su hijo empapado bajo una techumbre de plásticos y cartones.
En un primer momento, el niño pareció no reconocerlo, titubeó ante las facciones grotescas de su padre, descompuestas por la angustia y por la hinchazón. Sin tiempo para dar o pedir explicaciones, acaso sin un abrazo, abandonaron presurosos la carretilla y se perdieron corriendo en lo profundo de la noche…