Perú es un país de grietas en la política. La caída de Dina Boluarte, la sexta presidenta en menos de una década (asumió el cargo tras la destitución y arresto de Pedro Castillo), denota que los abismos entre las partes se hacen cada vez más profundos y se sigue resquebrajando la institucionalidad. La nación no ha podido levantar cabeza en esta materia, al punto que, a menos de siete meses de las elecciones, la salida de la mandataria era inminente y recuerda la estela de sus antecesores que han sido destituidos, han tenido que renunciar o han terminado en la cárcel, y uno, Alan García, se quitó la vida para evitar ser detenido.
Si bien cada desplome presidencial tuvo su propia coyuntura, el de Boluarte hace también parte del largo capítulo de crónicas de una muerte anunciada que ha marcado los mandatos del país, pues los presuntos casos de corrupción en los que la ahora exmandataria se vio involucrada (incluido el apodado ‘Rolexgate’), hasta la crisis de inseguridad, que en poco más de una semana se profundizó con una rapidez vertiginosa, terminaron por convertirse en la gota que derramó el vaso de la desgracia para la mandataria.
Durante los últimos meses, la ola de asesinatos en Perú a manos de las mafias (por cuenta de las extorsiones) conllevó un paro en el que participaron más de 200 conductores de buses, que denunciaron el asedio y el hartazgo de los peruanos con la delincuencia, por lo que además fueron apoyados con un cacerolazo en buena parte del país.
En ese crispado escenario y ante la mirada atónita del país, la presidenta dio un paso en falso al recomendar a los peruanos no abrir los mensajes de WhatsApp para no enterarse de que los estaban extorsionando, lo que le acarreó una ola de críticas y cuestionamientos por la frivolidad de sus palabras, así como a su falta de preparación para asumir una problemática tan compleja como la inseguridad en la desgastada ciudadanía.
Sumado a lo anterior, el pasado miércoles, durante un concierto del grupo musical Agua Marina se produjeron disparos contra los cantantes que estaban en el escenario. Los autores eran delincuentes que, al parecer, habían extorsionado a los integrantes de la agrupación y, como no habrían accedido al pago, optaron por atentar contra sus vidas. La ola de indignación llegó entonces a su máximo punto.
Con una desaprobación del 95%, dos de las bancadas parlamentarias (de los candidatos presidenciales Rafael López Aliaga y José Luna Gálvez), que estimaban sostener el apoyo a la mandataria hasta los cercanos comicios presidenciales, decidieron presentar el pasado jueves la moción de vacancia para destituirla. Acto seguido, su decisión provocó un efecto cascada cuya estocada final dio la líder del Partido Fuerza Popular, Keiko Fujimori, al anunciar con un “Ya no quiero cargar con este bulto” que votaría a favor de la vacancia. Desde allí, la serie de congresistas que faltaban por adherirse dieron el sí y la caída de Boluarte se hizo inminente (121 votos de 130 posibles, la mayor cantidad de sufragios obtenida por una medida así, por encima de las de Fujimori, Vizcarra y Castillo).
Tras lo sucedido, fue reemplazada por el líder del Congreso, José Jerí Oré, del partido Somos Perú, quien gobernará hasta julio y le esperan meses de lidiar con la ya heredada inestabilidad institucional, de batallar contra las organizaciones criminales que tienen cooptada la tranquilidad de los peruanos y de menguar el malestar en las calles. “El principal enemigo está afuera, en las calles, las bandas criminales y las organizaciones criminales, y como enemigos debemos declararles la guerra”, dijo esta semana durante su discurso, y aseguró que va “a ganar esa guerra”.
Así mismo, deberá crear las condiciones para la próxima sucesión presidencial, desafío que enfrentará con las trabas propias que acarrea lograr que las fuerzas políticas se decanten por candidatos que puedan generar la unidad que se necesita para devolver la estabilidad al país y no sumirlo en la incesante zozobra política que ha reinado durante años y que, con toda razón, tiene exhaustos a los peruanos.