Hace cuatro años escribí: «me gusta pensar que cada mes del año tiene su novela, por eso en esta ocasión la elección no podía ser otra que En noviembre llega el arzobispo, de Héctor Rojas Herazo, la brillante segunda entrega de la melancólica trilogía de Cedrón, que completan Respirando el verano y Celia se pudre. Desde luego, no estamos ahora en noviembre, sino en agosto, pero la sensación es la misma. Agosto ha sido un tiempo fértil para la literatura, en todos los sentidos, de eso no hay duda.
A vuelo de pájaro, puedo recordar la novela Agosto (1990), del escritor brasileño Rubem Fonseca, autor de El cobrador y Feliz año nuevo, también la inolvidable Luz de agosto (1932), del maestro norteamericano de Gabo William Faulkner, cuyo mítico condado puso los cimientos de Macondo. Por cierto, a diez años de su muerte, a regañadientes, el mismo Gabo, que ya había publicado en sus Doce cuentos peregrinos (1992) el cuento de terror Espantos de agosto, acaba de publicar En agosto nos vemos (2024). Como dije en su momento, leer la historia de Ana Magdalena Bach supone no solo viajar en el espacio del Caribe, sino también en su tiempo, acaso en el mismo transbordador que lleva puntualmente a la heroína a su cita anual con el deseo en una innombrada isla de placer y adulterio. De otra parte, los nombres de los escritores nacidos en agosto ocuparían todo el mes y el completo espacio de esta columna. Bastará con citar a Jorge Luis Borges, nacido el 24 de agosto, a Álvaro Mutis, el 25, a Julio Cortázar, el 26, y así, un gran escritor para cada día de agosto.
Pienso que el cuento como género literario es superior a la novela, y como el calentamiento global ha llevado a que se registren en el Caribe las temperaturas más inclementes de la historia, considero que no hay narración más apropiada para comentar en esta columna que Calor de agosto, el espléndido cuento fatalista del inglés William Fryer Harvey. Una obra maestra de la brevedad y el suspenso, cuyas primeras líneas nos enganchan en la trama con intensidad: «Creo haber vivido el día más extraordinario de mi vida, y mientras los sucesos siguen frescos en mi mente quiero ponerlos por escrito con tanta claridad como pueda.»
Podría resumirles aquí la fábula, como llamaba Aristóteles a «la trabazón de las acciones», pero no arruinaré la experiencia del lector curioso, ese que, a no dudarlo, saldrá de esta columna a buscar el cuento y lo leerá de un tirón, como debe ser, como se leen los buenos cuentos, los bien logrados, para que no se diluya la unidad de sentido, el efecto de conmoción que experimenta invariablemente el lector cuando termina una de estas joyas de la literatura breve.
Diré apenas, eso sí, que es un cuento sobre la fuerza inatajable del destino, de la fatalidad. Un cuento fantástico, acaso siniestro, usado por Julio Cortázar para instruir a sus alumnos en sus célebres clases de literatura en la Universidad de Berkeley, un cuento donde el calor es una transposición poética de la locura, también de la muerte. Que se abre con un calor opresivo, que pasa luego a ser un «horrible calor, que subía del asfalto polvoriento en oleadas casi palpables». Un calor que, al ser comparado con otras calenturas, hace exclamar al narrador en pleno cierre:
—«Pero este calor es espantoso.
Es de los que vuelven loca a la gente».