Barranquilla y la ecología del crimen
Ante el desespero de nuestros gobernantes, está generalizándose peligrosamente la asociación del crecimiento del delito con la diáspora venezolana; se generan discursos abiertamente xenófobos, considerando al inmigrante como un intruso que vino a perturbar el orden.
EL HERALDO y la mayoría de los medios de comunicación locales expresaron la semana pasada su preocupación por el crecimiento desbordado de la delincuencia en Barranquilla: atracos, homicidios, riñas, y el paisaje de la ciudad muestra cómo cada día las calles se están volviendo el hábitat de muchas personas desamparadas.
Es importante emprender acciones para contener este desborde, pero al mismo tiempo es bueno entender por qué está ocurriendo este fenómeno.
En psicología ecológica, se entiende que para que un crimen tenga lugar deben concurrir cuatro elementos: una ley, un infractor, un objetivo y un lugar. Sin infractor de esta ley no hay crimen. Sin objetivo y una víctima no hay crimen. Sin lugar donde ocurran los hechos tampoco hay crimen.
Cuando tú vives en un pequeño pueblo, todo se sabe. La vida de la gente es el tema común, allí existen unos bancos de datos como la iglesia, la barbería, la tienda de las cervezas. Así, las vidas de los vecinos, tanto sus virtudes como sus miserablezas, son de conocimiento común de los habitantes. La gente almacena la biografía de cada uno dándose naturalmente un cierto control social que previene el delito.
En las grandes ciudades como Barranquilla, predomina el anonimato. La gente deja de reconocerse. En las calles populosas los vínculos de solidaridad y amistad van transformándose en conductas frías y calculadas. Hay cierta indiferencia ante lo que pasa en el entorno, donde los testigos oculares del delito niegan cualquier asistencia a la víctima para no comprometerse.
Un estudio de Unesco señalaba que el ideal de ciudad no debería sobrepasar los 400 mil habitantes; a mayor número de pobladores, se va dañando la calidad de vida en todas sus dimensiones, incluyendo el orden público y la seguridad.
Barranquilla es una ciudad muy afectada socialmente por la pandemia. Muchas personas perdieron sus ingresos con devastadores efectos, no solo en las condiciones materiales de existencia, sino también en la salud mental de la población, lo que hace más probables los abusos, los malos tratos, y la violencia en las calles y en la vida doméstica.
Ante el desespero de nuestros gobernantes, está generalizándose peligrosamente la asociación del crecimiento del delito con la diáspora venezolana; se generan discursos abiertamente xenófobos, considerando al inmigrante como un intruso que vino a perturbar el orden. Y el miedo al delito de sus habitantes lo relacionan con la presencia masiva de extranjeros, como si antes de la llegada de ellos hubiésemos vivido en santa paz.
Hay una gran cantidad de estudios que demuestran que las personas que viven en culturas individualistas, como Estados Unidos y Colombia, solo piensan en la policía, la ley y el aumento de penas para reducir el delito. En cambio, en sociedades culturalmente más solidarias, cómo conocí en Holanda, piensan que la solución al problema de delincuencia es más social, por ejemplo, reduciendo la pobreza, creación de empleo, pensiones dignas y buena calidad de los servicios de salud y educación. Quizá la solución está en integrar los dos enfoques.
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