Colombia ha asistido esta semana a una tan espantosa como repudiable sincronía del terror. El brutal ataque del ELN a una base militar de Aguachica, en Cesar, y la cruenta toma de las disidencias de alias Mordisco al municipio de Buenos Aires, Cauca, son la evidencia de un país desbordado por organizaciones terroristas que ganaron tiempo para afianzar su control territorial y dominio tecnológico, mientras el Estado desmantelaba las capacidades de su fuerza pública en nombre de una paz mal concebida y peor ejecutada, que es un fracaso.
Conviene llamar las cosas por su nombre, porque hasta la guerra tiene límites. Lo del ELN en Aguachica fue una declaración de barbarie, siniestramente planificada, con drones cargados de explosivos, tatucos lanzados desde una volqueta y fuego de fusil contra un batallón militar. Siete soldados muertos y decenas de heridos, algunos de gravedad, ratifican que la nación enfrenta una guerrilla ensoberbecida —en todo sentido—, financiada por las rentas criminales del narcotráfico y minería ilegal, capaz de adquirir artefactos no tripulados en el mercado legal para convertirlos en armas de impacto letal, sin exponer a sus combatientes.
Lo fácil es decir que Colombia retrocedió a los años 90 y 2000, cuando los armados ilegales, con su salvaje estela de crímenes, cruzaban los umbrales de la sevicia o perfidia con total impunidad. Sin embargo, la que ahora nos embiste de forma feroz, aunque no inesperada, es una guerra distinta. Primero, por la anarquía en la que gravitan las estructuras criminales que la libran entre ellas mismas y contra el Estado. Y, segundo, porque esta escalada violenta se cimentó en erráticas decisiones en materia de seguridad, defensa y paz del actual Gobierno que, con tal de mostrar —así fuera— un pírrico resultado de su paz total, prefirió ignorar las contradictorias y desafiantes señales que le enviaban sus interlocutores.
El poder del ELN no surgió de la nada. Se expandió y consolidó bajo el amparo de la mesa de diálogos. Lo que ocurre en el Catatumbo, su principal laboratorio de guerra, donde sostiene una disputa con el Frente 33 de las disidencias de las Farc, o su doble conflicto contra el Clan del Golfo y el Frente 37 en Santa Rosa, sur de Bolívar, por el control de las minas de oro, retrata la verdadera naturaleza de una guerrilla habituada a imponer paros armados, a desplazar o confinar a las comunidades más pobres, como en el Chocó, y a masacrar policías y militares. ¡Todo un catálogo de bellaquerías para desafiar al Estado que aún cree en su causa política!
A ello se suma un factor geopolítico que no es menor, el ELN es una guerrilla binacional. Se mueve con facilidad por corredores estratégicos entre Colombia y Venezuela, donde goza del amparo del dictador Maduro. Usa la frontera como refugio, sitio de entrenamiento y plataforma para preparar ataques contra nuestra fuerza pública. No cabe duda de que el ELN opera, en la actualidad, como un cartel armado que invierte en tecnología para matar. Al igual que lo hacen las disidencias de ‘Mordisco’, lo más parecido a una furiosa máquina de muerte, que revivió en Buenos Aires, Cauca, la bestialidad de las tomas guerrilleras a sangre y fuego.
Durante nueve horas, sitiaron el territorio, atacaron la estación de Policía, la Alcaldía y el Banco Agrario, mataron a dos uniformados, confinaron a miles de civiles y arrasaron infraestructuras. La tardía respuesta de la fuerza pública —denunciada por las mismas autoridades locales— agudizó el mensaje de abandono estatal. Sí, más de lo mismo.
Estos dos episodios, aunque son muchos más, exponen el rotundo fiasco de una política improvisada que prometió desescalar la violencia, en tanto debilitó instrumentos esenciales para garantizar seguridad. El desmonte de facultades, recorte de presupuesto, ambigüedad operativa o confusión estratégica para impartir autoridad del presidente Petro, quien hasta hace unos días convocaba a los “hermanos del ELN” a hacer la paz, erosionaron la confianza de los héroes de la patria que enfrentan, con medios limitados o reducidos, a enemigos bien armados. Aguachica y Buenos Aires son advertencias sangrientas que no se pueden ignorar.
La confrontación discursiva no sustituye la acción ni las mesas de diálogo reemplazan la presencia disuasiva del Estado en territorios a merced de los violentos. Colombia necesita un viraje urgente, una estrategia integral, para restablecer el control territorial. La anunciada inversión de un billón de pesos, tardía por cierto, para comprar un sistema antidrones de protección de la fuerza pública es un paso acertado, pero insuficiente si no se abandona la ingenuidad de considerar que la paz —bajo las actuales circunstancias— todavía es posible.







