Siempre he pensado que ser hincha de un equipo de fútbol —cuando lo es de verdad— tiene un alcance que va más allá del deporte. Lejos de ser un capricho circunstancial, significa un sentido de pertenencia que suele comenzar en la infancia, en aquellas primeras experiencias en el estadio, con su entusiasmo y su marco multicolor, siempre relacionadas con el lugar que acompañó nuestros momentos iniciales. Por eso, no comprendo una afición alejada del significado regional: uno puede ser, si acaso, simpatizante del Real Madrid, Juventus o del Liverpool, pero nunca un hincha.
Ya sabemos que cuando el Junior gana, no gana solo Barranquilla: gana toda una región que se identifica con un equipo acostumbrado a ser desdeñado y menospreciado. La Costa Caribe ha sido durante mucho tiempo mirada con cautela y desconfianza, subestimada o tratada con condescendencia desde el resto del país. Esa actitud, a veces más cultural que explícita, atraviesa muchos ámbitos de la vida nacional, y el fútbol no ha sido la excepción. También allí se ha instalado la idea de que lo serio, lo ordenado y lo verdaderamente competitivo ocurre en otro lugar, mientras que aquí predominan la improvisación y el exceso de entusiasmo.
El Junior siempre ha tenido que competir bajo esas premisas. No solo contra los rivales de turno, sino contra una actitud persistente que pone en duda su legitimidad. Ganarle a quienes parten desde una supuesta superioridad, a quienes asumen que la jerarquía viene dada por la geografía, o el clima, o el acento, produce una satisfacción particular, especialmente porque así se demuestra que la manera costeña de enfrentar los retos —más cercana, menos solemne, pero no por ello menos rigurosa— no es un obstáculo para alcanzar resultados. Puede ser, incluso, una fortaleza, y sin duda es más transparente y honesta en sus formas.
Diciembre trae, con sus brisas y cielos azules, una disposición distinta, una necesidad casi involuntaria de aferrarse a las buenas noticias. Barranquilla se siente diferente, con una ligera sensación de alivio que se cuela en la rutina diaria. El campeonato del Junior llega en ese clima y se acomoda bien ahí: como un motivo de celebración legítimo. Rodeados de tensiones y discusiones persistentes, de rabia y de resentimientos, de noticias a veces incomprensibles, el fútbol vuelve a ofrecernos una pausa, una distracción incluso necesaria. Para quienes somos sus hinchas, basta con saber que, por unos días, el Junior nos devuelve una razón sencilla para sonreír y para sentir —aunque sea brevemente— que las cosas pueden estar bien. Es una manera maravillosa de ir cerrando el año.








