Dentro de la trágica historia de la República de El Salvador se recuerda el día en el caserío Mozote, durante la guerra, donde aproximadamente mil personas fueron apresadas sin resistencia. La matanza se inició con los hombres que fueron torturados y ejecutados; después siguieron con las mujeres, a quienes violaron y asesinaron, y por último —en una orgía de sangre— más de 200 niños fueron exterminados a cuchillo y ahorcados. Al final incendiaron el caserío y no se retiraron hasta que no se escuchó un grito más.

La violencia es una constante en la historia de ayer y de hoy de ese país, cuya superficie es menor que la del departamento de Córdoba. La mayoría de sus 7 millones de habitantes vive en condiciones de pobreza, y el sueño mayoritario es migrar hacia el norte.

Terminada la guerra, el acuerdo de paz trajo una nueva espiral de violencia: la tasa de homicidios era mucho mayor después del conflicto armado. Y una organización criminal, “Los Maras”, buscaban controlar el territorio de los 262 municipios.

Junto a otros supuestos expertos en el tema de juventud, recuerdo que fuimos invitados para ayudar a encontrar alternativas técnicas que impidieran que niños y jóvenes abandonaran la escuela y se enrolaran en las organizaciones criminales, especialmente en Los Maras, un grupo criminal transnacional creado por migrantes en California, que se expandió especialmente a Centro América, y se dedica a la extorsión, el narcotráfico, el secuestro, los asesinatos por encargo y el tráfico de personas.

Cuando llegamos a El Salvador, la primera instrucción que recibimos fue que no podíamos salir del hotel después de las seis de la tarde. Fue más lo que aprendimos que lo que ayudamos, y la violencia siguió creciendo hasta que mediante elecciones democráticas Nayib Bukele, ese joven amante de la tecnología, asumió el poder.

Bukele, como todo líder carismático descrito por Max Weber, se consideró iluminado e inició una cruzada contra el crimen; destruyó el precario sistema judicial, y decidió acabar con la violencia delincuencial mediante más violencia.

Hasta la fecha ha encarcelado a más de 64.000 personas, la mayoría sin el debido proceso, y su ministro de justicia ha señalado que “se está eliminando el cáncer de la sociedad y que sepan que no van a salir caminando de la cárcel”.

Como un monumento histórico a nuestra vergüenza, construyó en 23 hectáreas la cárcel más grande de Latinoamérica, en un país donde muchos niños carecen de escuelas y hospitales.

Nuestro miedo al crimen y el desquiciamiento moral hace que algunos clamen en las redes sociales por un Bukele colombiano. Se ha demostrado que son las sociedades que han fortalecido su democracia —donde cada persona es un sujeto de derecho—, las que viven en paz y con dignidad para todos. El camino emprendido por Bukele, donde el fin justifica los medios, puede que en el futuro genere más violencia.